Por Martin Luther King, En: “La fuerza de Amar”
“Que no os conforméis a este siglo, sino
que os transforméis por la renovación de la mente.”
Rom 12,2.
«No os conforméis…», es un consejo difícil en una generación en que la presión de la mayoría ha impulsado inconscientemente a nuestro espíritu y a nuestros pies a moverse al rítmico son del statu quo. Infinidad de voces y fuerzas nos mueven a elegir el camino de la resistencia mínima, y nos dicen que no luchemos por una causa impopular y que no nos encuentren nunca formando parte de una patética minoría de dos o tres. Además, algunas de nuestras disciplinas intelectuales nos persuaden de la necesidad de conformarnos. Algunos sociólogos filósofos insinúan que la moralidad es meramente el consentimiento del grupo y que las formas correctas son las que adopta la gente. Algunos psicólogos dicen que el equilibrio mental y emocional es la resultante de pensar y actuar como los demás. El éxito, el reconocimiento y el conformismo son las palabras claves del mundo moderno, donde cada uno parece implorar la seguridad anestésica de identificarse con la mayoría.
I
A despecho de esta tendencia prevalente a conformarnos, nosotros, como cristianos, tenemos la obligación de ser inconformistas. El apóstol Pablo, que conocía las realidades interiores de la fe cristiana, aconsejaba: «Que no os conforméis a este siglo, sino que os transforméis por la renovación de la mente». Estamos llamados a ser individuos de convicciones, no de conformismos; de nobleza moral, no de respetabilidad social. Tenemos obligación de vivir diferentemente y según una fidelidad más alta. Todo cristiano de verdad es ciudadano de dos mundos, el temporal y el de la eternidad. Paradójicamente, estamos en el mundo y, a pesar de todo, no estamos en el mundo. Pablo escribía a los cristianos filipenses: «Porque nuestra ciudadanía está en los cielos» (Fl 3, 20). Entendían lo que quería decir, porque su ciudad de Filipo era una colonia romana. Cuando Roma quería romanizar una provincia, establecía una pequeña colonia de gente que vivían según la ley y
las costumbres romanas y que, aun siendo un país distinto, guardaban fidelidad a Roma. Esta minoría pujante y creadora expandía el evangelio de la cultura romana. Aunque la analogía no sea perfecta —los colonos romanos vivían en un marco de injusticia y explotación, de colonialismo—, el Apóstol apunta a la responsabilidad de los cristianos de imbuir a un mundo no cristiano los ideales de un orden más alto y noble. Viviendo en una colonia temporal somos, en último término, responsables del imperio de la eternidad. Como cristianos, no debemos rendir nuestra suprema lealtad a ninguna costumbre supeditada al tiempo o a ninguna idea vinculada a la tierra, porque en el corazón de nuestro universo existe una realidad más alta —Dios y su reino de amor—, a la cual debemos acomodarnos. Este mandamiento para que no nos conformemos proviene no solamente de Pablo, sino de nuestro Maestro y Señor Jesucristo, el inconformista más entusiasta del mundo, cuya no conformidad ética desafía aún a las conciencias del género humano.
Cuando una sociedad opulenta quiere hacernos creer que la felicidad consiste en la calidad de nuestros automóviles, en el lujo de nuestras viviendas o el precio de nuestros trajes, Jesús nos recuerda que «La vida no está en la hacienda» (Lc 12, 15). Cuando estemos a punto de caer en la ostentación de un mundo repleto de promiscuidad sexual y alienado por una filosofía de autoafirmación,Jesús nos dirá que: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28). Cuando nos resistimos a sufrir por aquello que es justo y nos decidimos a seguir la senda de la comodidad y no la de la convicción, sentimos que Jesús nos dice: «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos» (Mt 5, 10). Cuando en nuestro orgullo espiritual nos vanagloriamos de haber alcanzado la cima de la excelencia moral, Jesús advierte: «Los publicanos y las meretrices os preceden en el Reino de Dios» (Mt 21, 31). Cuando nosotros, por culpa del egoísmo frío y del individualismo arrogante, dejamos de corresponder a las necesidades de los desposeídos, el Maestro dice: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Cuando dejamos que la estela de la venganza nos invada el corazón de odio para con los enemigos, Jesús enseña: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen» (Mt 5, 44). Haced el bien a los que os odian y orad por los que abusan de vosotros despiadadamente y os persiguen. En todo lugar y en cualquier tiempo, la ética del amor de Jesús es una luz radiante que descubre la fealdad de nuestro estancado conformismo. A pesar de esta exigencia imperativa de vivir en forma diferente, nosotros hemos cultivado una mentalidad de masas y hemos pasado desde el extremo del rudo individualismo al otro extremo, aún peor, del rudo colectivismo. No somos forjadores de historia; estamos hechos para la historia. Longfellow dice: «Los hombres, en este mundo tienen que ser o martillos o clavos» (Hiperión, Ll. IV, c. 7), con lo cual quiere decir que, o bien arrolla a la sociedad, o es arrollada por ésta. ¿Quién pondrá en duda que la mayor parte de los hombres de hoy están medidos y tallados por el patrón de la mayoría? O, para decirlo de otra manera, muchísima gente, y en particular los cristianos, son termómetros que registran o marcan la temperatura de la opinión de la mayoría, no termostatos que transforman y regulan la temperatura de la sociedad.
Mucha gente teme sobremanera adoptar una postura que discrepe clara y manifiestamente de la opinión que predomina. La tendencia de muchos de ellos es adoptar un punto de vista tan amplio que lo incluya todo, y tan popular que abarque a todo el mundo. Junto a esto ha proliferado una desordenada adoración por la grandeza. vivimos en una época de «magnificación», en la que los hombres se complacen en lo amplio y en lo grande —grandes ciudades, grandes edificios, grandes compañías—. Este culto a la magnitud ha hecho que muchos tuviesen miedo de sentirse identificados con una idea de minoría. No pocos, que acarician elevados y nobles ideales, los disimulan por miedo a que los consideren distintos. Muchos blancos sinceros del Sur se oponen en privado a la segregación y a la discriminación, pero sienten aprensión a ser condenados públicamente. Millones de ciudadanos se sienten molestos de que el consejo militar-industrial intervenga tan a menudo en la política de la nación, pero no quieren que los tengan por poco patriotas. Innumerables americanos leales creen honradamente que una organización mundial como las Naciones Unidas deberían incluir también a la China roja, pero temen ser considerados simpatizantes del comunismo. Legiones de personas sensatas reconocen que el capitalismo tradicional debe sufrir cambios continuos si es que nuestra riqueza nacional ha de distribuirse más equitativamente, pero temen que sus críticas les hagan aparecer como antiamericanos. Numerosos jóvenes, decentes e íntegros, se dejan involucrar en actividades punibles que personalmente no aprueban ni les proporcionan ninguna ventaja, porque se avergüenzan de decir que no cuando el grupo dice sí. ¡Qué pocas personas tienen el valor de expresar públicamente sus convicciones, y cuántos confiesan estar «astronómicamente intimidados»!
El conformismo ciego nos hace sospechar de un individuo que insiste en decir lo que realmente cree, hasta tal punto que le amenazan implacablemente en sus libertades civiles. Si un hombre que cree vigorosamente en la paz es lo suficientemente osado para llevar una pancarta en una demostración pública, o un blanco del Sur, porque cree en el sueño americano de la dignidad y el valor de la personalidad humana, tiene el valor de invitar a un negro a su casa y se une a los que luchan por la libertad, corre el peligro de que le citen ante el comité de investigación legal. ¡E incluso será un comunista si abraza la causa de la solidaridad humana!
Thomas Jefferson escribió: «He jurado ante el altar de Dios hostilidad eterna contra cualquier forma de tiranía del espíritu» (Escritos, vol. X, p. 173). Para el conformista y los modeladores de la mentalidad conformista, esto parecerá seguramente una doctrina peligrosa y muy radical. ¿Hemos permitido que la luz del pensamiento independiente y del individualismo se haya hecho tan tenue que si Jefferson escribiera y viviera según estas palabras sería perseguido y juzgado? Si los
americanos permiten que continúe existiendo el control del pensamiento, de los negocios y de la libertad, seguramente acabaremos moviéndonos entre las sombras del fascismo.
II
En ningún lugar es más evidente la trágica tendencia al conformismo que en la Iglesia, una institución que a menudo ha servido para cristalizar, conservar, e incluso bendecir, los módulos de la opinión de la mayoría. La sanción ocasional por parte de la Iglesia a la esclavitud, la segregación racial, la guerra y la explotación económica, son testimonios de que la Iglesia ha tenido más en cuenta la opinión del mundo que la autoridad de Dios. Llamada a ser la guardiana moral de la comunidad, la Iglesia a veces ha preservado lo inmoral y no ético. Llamada a combatir los males sociales, ha permanecido silenciosa detrás de sus vidrieras. Llamada a guiar a los hombres por el camino de la fraternidad y a invitarlos a superar los estrechos límites de raza y de clase, ha anunciado y practicado el exclusivismo racial.
Los predicadores también nos sentimos tentados a practicar el culto incitante del conformismo. Seducidos por los símbolos mundanos del éxito, hemos medido nuestros resultados por la magnitud de nuestra parroquia. Nos hemos convertido en los presentadores de programas que halagan la fantasía y los caprichos de la masa. Predicamos sermones consoladores y evitamos decir algo, desde el púlpito, que pueda alterar las respetables ideas de los confortables miembros de nuestras feligresías. ¿Habremos sacrificado, los ministros del Señor, la verdad en aras del interés propio y, como en Pilato, habrán claudicado nuestras convicciones ante las exigencias de las turbas?
Debemos recobrar la llama evangélica de los antiguos cristianos, que eran inconformistas en el más puro sentido de la palabra, y se negaron a acomodar su testimonio a los puntos de vista de su época. Sacrificaban de buen grado fama, fortuna, e incluso la vida, por una causa que sabían era recta. Pequeños en número, fueron gigantes por su calidad. Su poderoso evangelio puso fin a los males bárbaros del infanticidio y de las luchas sangrientas de los gladiadores. Y, por fin, conquistaron para Jesucristo el Imperio romano.
No obstante, a pesar de ello, la Iglesia se fue convirtiendo en una institución cargada de riqueza y prestigio hasta empezar a diluir las enérgicas exigencias del Evangelio y conformarse a las maneras del mundo. Y, desde entonces, la Iglesia ha sido una trompeta débil e ineficaz, de sonido incierto. Si la Iglesia de Jesucristo debe recuperar una vez más su poder, su mensaje y su repercusión auténtica, debe conformarse exclusivamente con las exigencias del Evangelio.
La esperanza de un mundo seguro y digno de ser vivido recae en los inconformistas disciplinados, que defienden la justicia, la paz y el compañerismo. ¡Los pioneros de la libertad humana, académica, científica y religiosa han sido siempre inconformistas! ¡En cualquier causa relacionada con el progreso de la humanidad, depositad vuestra fe en el inconformismo!
Emerson, en su ensayo Confianza en sí mismo, escribió: «El que quiera ser hombre debe ser inconformista». El apóstol Pablo nos recuerda que el que quiera ser cristiano debe ser también inconformista. Cualquier cristiano que acepte ciegamente las opiniones de la mayoría y siga tímido y amedrentado un camino de oportunismo y de aprobación social es un esclavo mental y espiritual. Grabad bien en vuestras mentes estas palabras salidas de la pluma de James Russell Lowell:
Son esclavos los que temen hablar
en favor de los caídos y de los débiles;
son esclavos los que se niegan a elegir
el odio, la mofa y la injuria
y prefieren esconderse en silencio
ante una verdad que les conviene;
son esclavos los que se niegan a escoger
el derecho que defienden los otros.
(Canto sobre la libertad.)
III
No obstante, cabe que el inconformismo no sea del todo bueno, y que a veces carezca de poder transformador o redentor. La inconformidad per se no tiene ningún valor de salvación y puede representar en algunas circunstancias casi poco más que una forma de exhibicionismo. Pablo, en la última mitad del texto, ofrece una fórmula para el inconformismo constructivo: «Transformaos por la renovación de la mente» Rom (12, 2).
El inconformismo es creador cuando está controlado y dirigido por una vida transformada, y es constructivo cuando abraza una nueva perspectiva mental. Abriendo nuestras vidas a Dios en Cristo, nos hacemos criaturas nuevas. Esta experiencia, que Jesús califica de nuevo nacimiento, es esencial si debemos ser inconformistas transformados y si debemos liberarnos de la fría dureza de corazón y del orgullo tan característicos del inconformismo. Alguien ha dicho: «Me gustan las reformas, pero me molestan los reformadores». Un reformador puede ser un inconformista no transformado, cuya rebelión contra los males de la sociedad le haya dejado enojosamente rígido y con una impaciencia irracional.
Sólo por una transformación espiritual interna adquirimos la fuerza para combatir vigorosamente los males del mundo con espíritu amoroso y humilde. El inconformista transformado no cede ante la paciencia pasiva que es una excusa para no hacer nada. Y su misma transformación le evita pronunciar palabras irresponsables, que separan sin reconciliar, y juicios apresurados, que son ciegos ante la necesidad del progreso social. Reconoce que el cambio social no se producirá de repente, pero trabaja como si fuera una posibilidad inminente.
En estos momentos históricos es necesario un grupo unido de inconformistas transformados. Nuestro planeta se balancea sobre la cuerda de la aniquilación atómica; las pasiones peligrosas del orgullo, el odio y el egoísmo se han entronizado en nuestras vidas; la verdad está postrada en las accidentadas colinas de los calvarios innominados; y los hombres rinden culto a los falsos dioses del nacionalismo y del materialismo. La salvación de nuestro mundo de la catástrofe llegará, no por la adaptación complaciente de la mayoría conformista, sino por la inadaptación creadora de una minoría inconformista.
Hace algunos años, el profesor Bixler nos recordaba el peligro de sobreestimar la vida equilibrada. Todos buscan apasionadamente el equilibrio. Naturalmente, debemos ser equilibrados si queremos evitar las personalidades neuróticas y esquizofrénicas, pero existen cosas en este mundo ante las que los hombres de buena voluntad deben declarar que no coinciden. Confieso que nunca intento adaptarme a los males de la segregación y a los efectos entorpecedores de la discriminación, a la degeneración mortal de la falsedad religiosa y a los efectos corrosivos del sectarismo estrecho, a las condiciones económicas que arrebatan al hombre el trabajo y el alimento, ni a las locuras del militarismo y los defectos autodestructores de la violencia física.
La salvación humana sigue en manos de los creadores inadaptados. Hoy necesitamos hombres inadaptados como Sidraj, Misaj y Abed-Nego, quienes, cuando el rey Nabucodonosor les ordenaba postrarse ante una imagen de oro, contestaron en términos inequívocos: «Pues nuestro Dios, al que adoramos, puede liberarnos del horno encendido y nos librará… Y si no quisiere, sabe, ¡oh rey!, que no adoraremos a tus dioses» (Dn 3, 17-18); como Thomas Jefferson, que en una época en la que se aceptaba la esclavitud, escribió: «Creemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son iguales, que han sido provistos por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre éstos figuran la vida, la libertad y la consecución de la felicidad» (Declaración de Independencia); como Abraham Lincoln, que tuvo la sabiduría de discernir que esta nación no podría sobrevivir mitad esclava y mitad libre; y, por encima de todo, como Nuestro Señor, el cual, ante la intrincada y fascinante máquina militar del Imperio romano, recordaba a sus discípulos que «quien toma la espada, a espada morirá» (Mt 26, 52). Por una inadaptación de esta clase, una generación ya decadente puede estar llamada a conseguir todo aquello que procura la paz.
La honradez me impulsa a admitir que el inconformismo transformado, que es siempre costoso y nunca llega a ser del todo aceptable, puede llevar aparejado el caminar por el oscuro valle del sufrimiento, perder una colocación, o que una hija de seis años os pregunte: «Papá, ¿por qué tienes que ir tantas veces a la cárcel?» Pero nos equivocamos gravemente si creemos que el cristianismo nos protege del dolor y de las tribulaciones de la existencia mortal.
El cristianismo siempre ha insistido en que la cruz que soportamos precede a la corona que llevaremos. Para ser cristianos, debemos aceptar esta cruz, con todas las dificultades que comporta, con su contenido angustioso y trágico, y llevarla hasta que la tengamos marcada en la carne y nos redima de aquella excelentísima forma que sólo se da con el sufrimiento.
En estos tiempos de confusión mundial, existe una imperiosa necesidad de hombres y de mujeres que quieran entablar valerosamente la lucha por la verdad. Necesitamos cristianos que se hagan eco de las palabras de John Bunyan a su carcelero, cuando, al cabo de doce años de prisión, le prometieron la libertad si accedía a dejar de predicar: Pero si no me queda otra salida que convertir mi conciencia en un cuchillos de matarife y una carnicería continua, o que, sacándome los ojos, me confíe a la dirección de un ciego, como me figuro desean algunos, he determinado sufrir esperando que Dios todopoderoso me proteja, si la frágil vida continúa, hasta que la hierba cubra mis párpados, antes que violar de esta forma mi fe y mis principios (William Hamilton Nelson: John Bunyan -1928-).
Debemos adoptar una decisión. ¿Continuaremos marcando el paso al son del conformismo y de la respetabilidad o, al escuchar el retumbo de un tambor más lejano, cambiaremos el paso? ¿Seguiremos sólo la música del tiempo o nos arriesgaremos, a pesar de las posibles críticas y burlas, a caminar según la música salvadora de la eternidad? Hoy nos desafían más que nunca las palabras de ayer: «Que no os conforméis a este siglo, sino que os transforméis por la renovación de la mente».