Archivo mensual: marzo 2011

Más sobre educación: La confesionalidad religiosa de un colegio y el diseño de su modelo pedagógico


Quiero compartir, a continuación, una apreciación que dirigí a una de mis estudiantes cuya tarea consitía en diseñar el modelo pedagógico de un colegio y me preguntaba sobre la relación que debería existir entre dicho modelo pedagógico y la confesionalidad o no de la institución:

Considero que el modelo pedagógico de un colegio no depende (ni puede depender), en principio, de su confesionalidad o a-confesionalidad religiosa, tampoco de las normativas legales, o de las últimas modas en escuelas pedagógicas contemporáneas, pero sí, y sin lugar a dudas, de su confesionalidad humana.

Con “confesionalidad humana” me refiero a que todo modelo pedagógico, si quiere ser realmente efectivo y transformador, debe partir de un modelo antropológico que se pregunte por el perfil de ser humano en el que se cree y se quiere formar; es decir que, con anterioridad se deben proponer y vislumbrar las siguientes cuestiones:
1. Desde el ser (o la realidad): ¿Cuáles son las características (cualidades, problemáticas, situaciones familiares y sociales) de los estudiantes que llegan a la institución? ¿cuáles son las características (cualidades, problemáticas, situaciones familiares, académicas y laborales) de los estudiantes que salen de la institución (no sólo los egresados, también los que salen en otros años)?, ¿cuáles son los retos y desafíos (tanto positivos como negativos) que la sociedad impone hoy a los individuos (entre los cuales se encuentran los estudiantes y/o egresados de la institución)?
2. Desde el deber ser (o el ideal): ¿Cuál es el perfil de ser humano que la institución quiere formar (desde sus dimensiones socio-afectiva, cognitiva, ética, psicomotora, trascendente, comunicativa…) respondiendo así a las situaciones concretas de los estudiantes y a los retos que impone la sociedad?

Un modelo pedagógico se inscribe como estrategia mediadora entre el punto 1 y el punto 2. Es decir que mientras el modelo antropológico responde al “¿qué?” y al “¿quién?”, el modelo pedagógico responderá al “¿cómo?”, haciendo operativo y realizable el “¿qué?”.

Pueden existir salidas fáciles, como asumir sin mayor criterio cualquier pensamiento pedagógico contemporáneo sólo porque “está a la moda” o porque la institución se inscribe en una tradición particular de pensamiento o porque la legislación vigente exige la adaptación de un modelo. Sin embargo, si lo que se busca es responder de forma efectiva a una situación concreta a través de la mediación educativa, creo que la prioridad debe recaer en el conocimiento y reconocimiento del contexto de realidad y sus clamores. «Hay que cortar el vestido a la medida de la persona y no al revés». De ahí que las preguntas que orientarían el diseño del modelo pedagógico, una vez se hayan abordado las del modelo antropológico, podrían ser:
– ¿Cómo formar de modo integral a nuestros estudiantes para que encarnen el perfil que la institución quiere para ellos (teniendo en cuenta que dicho perfil fue el que se formuló a partir de la confrontación con la realidad)?, ¿cuál puede ser la mejor estrategia pedagógica?, ¿cuál modelo nos puede inspirar (la palabra es inspirar, no copiar)?

Una vez abordadas estas cuestiones la tarea que viene es la planificación curricular, y ésta consiste en la proyección conjunta (con la participación de representantes de la comunidad educativa: padres, directivos, administrativos, profesores, ex-alumnos…) de la manera como cada aspecto del currículo (asignaturas, actividades académicas, deportivas y culturales, procesos de gestión administrativa y académica, reuniones y formación permanente del cuerpo docente…) va a implementar, ejecutar y evaluar dicho modelo.

De este modo, sólo una educación que es reflexionada, confrontada con los contextos de situación, proyectada de forma mancomunada y evaluada periodicamente, podrá ser auténticamente transformadora y emancipadora tanto de las personas a las que forma como de la sociedad y la cultura que las rodea.

2 comentarios

Archivado bajo REFLEXIONES PEDAGÓGICAS

Confesiones de un profesor de Educación Religiosa


(Escrito presentado al inicio del Diplomado en Educación Religiosa Escolar el 14 de septiembre del año 2010)

Quisiera iniciar con una honesta y pertinente aclaración: No soy experto en educación religiosa escolar, por tanto no me es posible hablar desde teorías científicas o hipótesis comprobadas en el campo de la pedagogía. Sólo soy alguien que está en búsqueda, que vibra con la educación y que cree profundamente que a través de la educación se puede construir otro mundo mejor: más incluyente, más solidario, más justo, más parecido al Reino que Jesús proclamó. Por ello, si estoy aquí es porque deseo compartirles y contagiarles algo de mis búsquedas, de mi pasión por la docencia, de mis vivencias en el acompañamiento a los estudiantes… de mi propia fe.

Llevo varios años trabajando en la facultad de teología, acompañando varios cursos para estudiantes que se preparan para ser profesores o que ya lo son y están en formación con miras a la profesionalización, tanto en la Licenciatura en Ciencias Religiosas como en la Licenciatura en Educación Básica con énfasis en Humanidades y Lengua Castellana. Ello me ha permitido conocer de cerca la valiosa y enriquecedora experiencia de los profesores desarrollada en varias partes de la ciudad y del país; también me ha posibilitado descubrir las diversas condiciones en que se realiza su labor -unas más favorables que otras-, y solidarizarme con sus preocupaciones y proyectos. Pero mi pasión por la educación nació desde que me encontraba en el bachillerato. Estudié en un colegio salesiano y allí me encontré con el carisma de Don Bosco palpitando en cada una de las aulas y espacios, en el acompañamiento de los profesores y en los momentos de encuentro, arte, deporte, música y fiesta que se propiciaban fuera de las aulas. Sin darme cuenta, de vez en cuando llegaba a imaginarme en la docencia, enseñando cuestiones de física o de filosofía, mis asignaturas favoritas; la ERE aún no me atraía pues la consideraba una materia de “relleno” ya que no había un programa preestablecido y en cada clase se iba haciendo lo que al profesor se le iba ocurriendo. No sospechaba que seis años después, cuando empezara a trabajar, sería una de las clases que me iban a asignar.

Cuando me pidieron que asumiera la ERE, no tenía idea sobre cómo la iría a desarrollar, no conocía ningún programa o lineamientos o estándares. Lo primero que se me ocurrió fue proponer todo un esquema de formación en teología, tal como yo la había aprendido, para ser transmitido, casi al pie de la letra, a mis estudiantes. Mis únicas nociones de pedagogía o didáctica eran los reflejos de los profesores que me habían enseñado. La primera semana, en su implementación, fue un rotundo fracaso: los estudiantes no se mostraron para nada interesados en lo que les venía a decir, algunos optaban por charlar y reír entre ellos, otros preferían dormir. Ello no sólo significó una frustración en la propuesta sino una crisis personal y profesional en mí; era mi primer semana como profesor de ERE y había sido un fiasco.

Poco a poco, fui descubriendo una realidad que se encontraba más allá de un programa de clase o unos contenidos para ser enseñados: mis estudiantes tenían sueños, proyectos, ilusiones, también tenían problemas, angustias y crisis; tenían la profunda necesidad de un trato cercano y afectuoso, trato que, tal vez, no recibían de forma suficiente o eficaz desde su casa. Y yo, con mis teorías y libros no estaba entrando en contacto con esa realidad, tan profunda y, a la vez, tan intensa, de sus almas. Entonces me di cuenta que si había un espacio propicio para abordar dichas situaciones era la ERE, puesto que ¿qué era procurar la formación integral desde la dimensión trascendente de la persona sino entrar en actitud de escucha y de relación con las búsquedas interiores de los estudiantes, con sus vacíos y crisis, con sus anhelos y sueños?; ¿qué, sino esto, era acompañar en la búsqueda por el sentido de la vida, a mi juicio, uno de los propósitos fundamentales de cualquier educación religiosa?.

De este modo, tuve una conversión en mi modo de comprender y poner en práctica la ERE. La idea no era desligarla de su carácter académico -por el ámbito escolar propio en que se desarrolla-, sino permitir que la vida misma de los estudiantes fuera el centro de la reflexión académica. Y mi conversión fue más allá, me di cuenta que yo no estaba ahí sólo para enseñar o acompañar a mis estudiantes, sino que ellos estaban ahí cambiando mi manera de ver el mundo y la realidad, rompiendo mis paradigmas y anquilosamientos mentales y afectivos, enseñándome de su coraje y arrojo para enfrentar la vida aún a pesar de sus pocos años, enriqueciéndome con su sabiduría y su aprecio… Desde la fe, comprendí que no era que Dios los hubiese puesto en mi camino para que yo los “iluminara” sino que yo había sido puesto en el camino de ellos para recibir de su luz y contagiarme de ella. Ellos se habían convertido en agentes de redención para mí.

Fue así que pasé por varios colegios, conociendo las espiritualidades de las comunidades que los regentaban, alimentándome de ellas y enriqueciendo con ellas mi propia vida y mi comprensión de la ERE. Entendí la importancia del trabajo en equipo, en comunidad docente, si de verdad se quieren obtener resultados perdurables. Me hice consciente de que la ERE debe partir de la experiencia concreta de cada educando pues lo que fue valioso y efectivo en un contexto no necesariamente lo debe ser en otro, así los libros y cartillas partan de la idea ingenua de que todo lo que proponen le va a caer bien a todo el mundo. Descubrí que, aunque en el mundo adulto nos neguemos a aceptarlo, las jóvenes generaciones tienen una espiritualidad que brota a flor de piel, una sensibilidad religiosa que en medio de sus críticas y rebeldías, no es más que el reclamo de una imagen de un Dios más cercano, más humano, más alegre y menos acartonado. Reconocí que si quería responder a estas búsquedas, a estas sensibilidades, era mi deber prepararme mejor en todo sentido, tanto académica como humanamente y ello me llevó a estudiar la ERE, a conocer y compartir experiencias con otros maestros, a formarme para que lo que yo ofrecía desde las clases estuviese a la altura de las situaciones que mis propios estudiantes reclamaban con sus preguntas e inquietudes.

De este modo, he tenido la firme convicción de que la docencia, no sólo en ERE, sino en cualquier disciplina, no es una profesión o un oficio como cualquier otro, sino una vocación que plenifica y un ministerio en el que uno se da por entero para plenificar la vida de otros. Por ello, como lo decía al inicio, si estoy aquí es porque deseo compartirles y contagiarles algo de mis búsquedas, de mi pasión por la docencia, de mis vivencias en el acompañamiento a los estudiantes… de mi propia fe.

2 comentarios

Archivado bajo REFLEXIONES PEDAGÓGICAS, REFLEXIONES TEOLÓGICAS

Sobre el cristianismo y la sexualidad


Por lo general, se ha pensado que el cristianismo es una religión que predica el carácter pecaminoso del cuerpo (asociándolo de forma errónea al “pecado en la carne y sus tendencias”, de los que habla Pablo en sus cartas –Cf.Rm7,24-25;8,3-13), la “impureza” de todo aquello que tenga que ver con el erotismo, la sensualidad y la sexualidad, y la inmoralidad intrínseca de todo deseo, pensamiento o “tentación” que tenga que ver con ello. Tal vez hemos olvidado el relato primigenio de la creación según el cual “vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,10.12.18.21.25.31). Tal vez hemos olvidado que los seres humanos, con nuestra integralidad, diversidad y sexualidad, formamos parte de ese “todo cuanto Dios ha hecho”; de ahí que es un imperativo reconocer que la sexualidad humana es querida por Dios, buena en sí misma y aún más, expresión sacramental del amor fecundo de Dios, que es amor (1Jn 4,8).

De este modo, creer en un Dios encarnado, que nos hace partícipes de la resurrección (síntesis y máxima confesión de la fe cristiana), implica el necesario reconocimiento de la divinización y sacralidad de nuestros cuerpos y la práctica del seguimiento de Cristo según nuestros modos propios de ser como hombre y como mujer (es decir, no negando nuestra condición sexuada). Hasta el erotismo, como expresión sublime del amor sensual, es una dimensión constitutiva (y, por tanto, ineluctable) del amor de Dios -y así lo señala Benedicto XV en su carta encíclica Deus Caritas Est (n°3ss) -.

Lastimosamente, en la comprensión y vivencia de la sexualidad dentro del cristianismo han tenido más peso posturas de tipo maniqueístas y sarcófobas que, concibiendo un Dios como espíritu puro, contrario y separado de todo lo material y carnal – lo cual, de por sí sería imperfecto e impuro -, procuran una ascesis de huída del mundo, de renuncia a lo corporal y de negación de cualquier deseo o impulso sexual. Dichas posturas han imperado en muchas perspectivas antropológicas cristianas y, al hacerlo, han deformado el corazón mismo del evangelio: la encarnación de un Dios que libera la carne de los hombres (su humanidad integral) y no a los hombres de la carne (según el pensamiento platónico). A veces pareciera que muchos en la Iglesia están más preocupados por lo que sucede en las camas de sus feligreses que por los clamores de justicia, dignidad y libertad de muchos de los hijos de Dios.

Quiero finalizar citando la introducción de una famosa conferencia en torno a la Afectividad y la Eucaristía ofrecida por el Padre Timothy Radclife, ex-maestro general de la Orden de Predicadores (PP. Dominicos). (el texto completo se puede consultar en la siguiente dirección: http://www.dominicos.org/op/timothy6.htm):

«En el cristianismo hablamos mucho sobre el amor, pero tenemos que amar como las personas que somos, sexuales, llenos de deseos, de fuertes emociones y de la necesidad de tocar y estar cerca del otro (…). Es extraño que no se nos dé bien hablar de esto, porque el cristianismo es la más corporal de las religiones. Creemos que Dios creó estos cuerpos y dijo que eran muy buenos. Dios se hizo corporal en medio de nosotros, un ser humano como nosotros. Jesús nos dio el sacramento de su cuerpo y prometió la resurrección de nuestros cuerpos. Así pues deberíamos sentirnos en casa en nuestra naturaleza corporal, apasionada… ¡y cómodos al hablar de afectividad! Pero a menudo cuando la Iglesia habla de esto, la gente no queda convencida. ¡No tenemos demasiada autoridad cuando hablamos de sexo! Quizás Dios se encarnó en Jesucristo pero nosotros todavía estamos aprendiendo a encarnarnos en nuestros propios cuerpos. ¡Tenemos que bajar de las nubes!
En una ocasión en que San Juan Crisóstomo estaba predicando sobre sexo notó que algunos se estaban ruborizando y se indignó: “¿Por qué os avergonzáis? ¿Es que esto no es puro? Os estáis comportando como herejes”. Pensar que el sexo es repulsivo es un fracaso de la auténtica castidad y, según nada menos que Santo Tomás de Aquino, ¡un defecto moral! (II,II,142.1) Tenemos que aprender a amar como los seres sexuales y apasionados –a veces un poco desordenados- que somos, o no tendremos nada que decir sobre Dios, que es amor».

Deja un comentario

Archivado bajo REFLEXIONES TEOLÓGICAS

Sobre las profecías bíblicas y el fin del mundo


Debemos considerar, de entrada, que la profecía del antiguo Israel, que se ha consignado en las Sagradas Escrituras judías y cristianas, no es ni puede ser entendida en modo alguno, como el ejercicio de una práctica adivinatoria o premonitoria de hechos o acontecimientos del futuro. El profeta es, ante todo, un miembro del pueblo de la alianza que, reconociendo el modo como Dios ha actuado en la historia de sus antepasados, discierne el querer de aquel en medio de las situaciones concretas de su presente. Por ello, el profeta es un místico de ojos abiertos, un hombre de su tiempo, alguien que conoce perfectamente su realidad y que ha comprendido que Dios actúa, no desde el poder, la fuerza o la violencia sino desde lo pobre, lo débil y lo frágil, casi como el “susurro de una brisa suave” (1R 19,12); por ello también, la palabra profética es una instancia crítica del orden social, una voz que no permanece callada ante las situaciones de injusticia o de opresión, porque sabe que el querer de su Dios es que en su pueblo no haya unos pocos nadando en riquezas mientras otros muchos mueren de hambre. Y para que su denuncia sea escuchada y la urgencia de una pronta conversión sea acogida, el profeta recurre a estilos metafóricos y figuras literarias simbólicas que hablan de imágenes monstruosas y calamidades naturales inimaginables (que hoy en día llamamos género apocalíptico). Así, cuando desfiguramos la profecía y la entendemos sólo como presagio de desastres, lo que hacemos en realidad es callar la voz del profeta, olvidar su causa e ignorar el querer de Dios por justicia e igualdad entre sus hijos. Preferimos la imagen de un Dios justiciero y castigador, que juega con el destino de los seres humanos como un titiritero, al Dios revelado en la persona de Jesús de Nazaret: un Dios que es Padre, y que por ser padre no hace más que amar y perdonar a sus hijos, que por ser padre no quiere que ninguno de sus hijos sufra, y que por ser padre nos da la libertad para ser los artífices y responsables de nuestra propia historia. Lamentablemente preferimos difundir terror esperando desgracias futuras venidas del cielo en lugar de trabajar por la paz desde el presente, esperando a ser llamados auténticos hijos de Dios (“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” Mt 5,9)

Deja un comentario

Archivado bajo REFLEXIONES TEOLÓGICAS

Sobre las relaciones entre razón y fe


La razón es constitutiva de todo ser humano, es “participación de la luz de la mente divina” (G.S15); es el ejercicio dinámico de la capacidad que tenemos de percibir, comprender, reflexionar y decidir en torno a las múltiples realidades que nos rodean e interpelan (Bernard Lonergan). Por lo mismo, la fe religiosa, como respuesta humana al Dios que se revela, para que no sea simplemente una fe ciega, ingenua, mágica, supersticiosa o fanática, requiere ser pasada por el crisol de la razón, pues esta podrá determinar, en el contexto de una comunidad dialogante, los niveles de autenticidad o inautenticidad de dicha fe. De hecho, ya desde la edad media Agustín de Hipona hablaba de un intelectus fidei y siglos más tarde, Anselmo de Canterbury formulaba a la teología como fides quarens intellectum (fe que busca ser entendida). Sin embargo, la razón no se ejerce de modo indiferente; así como ha conducido al desarrollo de los grandes avances tecnológicos, culturales, intelectuales, etc, también ha sido usada para procesos inmorales de degradación, corrupción, explotación, opresión y extinción de los seres humanos y los pueblos. De ahí que una de las características de la llamada “posmodernidad” haya sido la desconfianza hacia todo aquello que se aprecie de racional (desde una óptica funcionalista) y la emergencia de perspectivas más emocionales o emotivas. En la misma teología, ya desde el renacimiento, Martín Lutero y el movimiento de la reforma, con su principio de Sola fides veían con cierta desconfianza a la razón: “La razón es la más grande meretriz del demonio. Por su esencia y por su modo de manifestarse es una prostituta” (Lutero, M., Sermón de la Trinidad, XVI, 142). Hoy en día se habla mejor de la no oposición y la mutua complementariedad y armonía entre fe y razón (Ver al respecto la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II) incluso desde el campo filosófico se ha hablado de la necesidad de una conversión de la razón hacia el paradigma sapiencial, propio de las tradiciones religiosas del cercano y mediano oriente (ver al respecto el texto de Atenas o Jerusalén de J. Habermas).

Deja un comentario

Archivado bajo REFLEXIONES TEOLÓGICAS

Sobre la secularización y la expresión de la fe


La secularización es un movimiento que se consolida en la ilustración francesa (S. XVIII) y que pretende establecer la autonomía del orden religioso de frente al estado y del estado de frente al orden religioso. Esto, en principio es muy positivo porque evita la manipulación de la religión por parte de los gobiernos y la intromisión de perspectivas religiosas monológicas (es decir, de discurso cerrado) en la dinámica de los estados pluralistas y no confesionales (como el estado colombiano). De hecho, la constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II promueve la “justa autonomía de las realidades terrenas” (G.S. 36). Ahora, el problema está cuando la secularización se convierte en secularismo, es decir, en la tendencia cultural e institucional de reducir las expresiones de fe a una práctica puramente privada, desligada de cualquier vínculo social y sin posibilidad de visibilizarse públicamente, lo que atentaría contra el derecho a la libre expresión y la libertad de cultos. La fe, desde su mismo origen testimonial, es inherentemente comunitaria y, si es auténtica, exige asumir modos particulares de ser, de concebir la realidad y de actuar en consecuencia, por tanto no se podría ver reducida a una simple práctica privada donde sólo se privilegiaría una relación vertical con Dios desconociendo la horizontalidad del compromiso con la sociedad y con el cosmos.

Deja un comentario

Archivado bajo REFLEXIONES TEOLÓGICAS

¿Cuál es el momento oportuno para bautizar a mi hijo?


Es necesario tener en cuenta que la decisión en torno al mejor momento para la realización de la celebración del bautismo para un hijo debe ser tomada de común acuerdo entre los padres, y si alguno de los dos se opone, es necesario posponer tal celebración hasta que haya consenso o hasta que el hijo tenga plena consciencia para asumir, por sus propios criterios, una opción de vida cristiana. En el caso de la Iglesia católica se ha asumido el bautismo de niños reconociendo, desde san Agustín, que ésta es una práctica tan antigua y respetable como el bautismo de adultos. Se reconoce, por ejemplo, que en Hch 16,25-38 el bautismo que recibe el carcelero, “y todos los suyos” (vv.33) podía incluir a los niños que formaban parte de su familia. En este caso, como bien lo expresa el relato, la gracia salvífica no obraría por el asentimiento consciente del niño (pues aún no ha desarrollado una conciencia responsable) sino por la fe de sus padres que extiende la salvación hacia todos los que les rodean: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa” (v.31). De ahí que la fe no sólo salva a quien la tiene sino también a los suyos. En este sentido, la gracia salvífica del bautismo obra en el niño debido a la fe de sus padres (por eso insisto en el acuerdo entre ambos). Al respecto se podría agregar que los padres hacen muchas cosas por el bien de sus hijos sin necesidad de esperar a que estén mayores para poder consultarles: No se le pregunta al niño si quiere que se les aplique una vacuna, el papá lo lleva a vacunar porque sabe que con ese ejercicio de paternidad responsable le está haciendo un bien al niño aún sin que éste sea consciente para asentirlo, aceptarlo o rechazarlo. Ahora, en el caso del bautismo de niños, este no sería un rito dirigido al niño sino especialmente a sus padres y a la familia: ellos se congregan para expresar públicamente su fe y para hacer partícipe de dicha fe al niño; con esta expresión pública reafirman su fe bautismal (por eso en el rito católico los padres renuevan sus compromisos bautismales) y le piden a Dios que les de la gracia y la sabiduría para educar cristianamente a su hijo. Ya será, en el sacramento de la confirmación, cuando el hijo, ya como joven o adulto consciente, decida libremente si desea que Dios confirme en él la presencia de su Espíritu santificante que lo lleve a comprometerse a llevar una vida con los criterios y valores de Cristo; es decir, aquí manifiesta si desea asumir con madurez una condición de vida cristiana responsable en conformidad con el bautismo recibido de niño.

Con todo lo dicho, es pertinente señalar que la salvación y la filiación divinas significadas por el rito bautismal no se adquieren y plenifican por el rito en sí, casi de forma mágica,  sino por la configuración consciente y permanente de la propia vida según la lógica del Evangelio (no se es hijo sólo por ser engendrado o adoptado por un padre sino por asumir e incorporar progresivamente los rasgos del padre, no sólo físicos, sino principalmente actitudinales. Cf. Jn 8,39-41; 10,25.32.37-38), es decir, viviendo de forma coherente con el rito en el que se ha participado, viviendo como auténticos hijos de Dios. Ello supone una opción libre y consciente por parte de quien accede al bautismo y llevaría a cuestionar la administración del sacramento a niños pequeños. Al respecto, afirma Sarasa S.J.: «La administración del bautismo de los niños de temprana edad tiene el peligro de conducir fácilmente a una conciencia de fe subdesarrollada y a una falta de responsabilidad frente a la Iglesia de Jesús, el Cristo, en quien somos bautizados, frente al cual hemos sido incorporados simplemente sin poner en juego la propia voluntad. Sin del deseo del bautismo y sin estar dispuestos a aceptar el seguimiento de Jesús como su consecuencia ineludible, el bautismo resulta un contrasentido» (Sarasa, Luis Guillermo. La filiación de los creyentes en el evangelio de Juan, 344).  

Finalmente, algunas personas argumentan -de forma imprecisa- que el bautismo debería efectuarse siendo la persona ya adulta puesto que Jesús fue bautizado siendo adulto. Esta razón no es justificable en ningún modo puesto que el bautismo recibido por Jesús de manos de Juan Bautista no es en ningún modo homologable al bautismo cristiano. El bautismo de Juan era un rito dirigido al pueblo judío ( y sólo a éste) para prepararlo, mediante el arrepentimiento y la conversión, para participar de la renovación de la antigua alianza y la restauración de Israel ante la ira inminente de Dios (Cf. Mt 3,5-12); en cambio, el bautismo cristiano, dirigido a todas las personas, manifiesta la participación ritual del creyente (“y los suyos”) en la muerte y resurrección de Cristo (Cf. Rm 6), rito por el cual se hace partícipe también de la naturaleza divina, siendo reconocido, del mismo modo que Jesucristo, como hijo de Dios. De acuerdo con ello, el bautismo de un niño es también el reconocimiento, desde su infancia y por parte de sus padres, que él también es un hijo de Dios aunque aún no sea consciente de ello.

Ahora, habría que excluir aquí cualquier explicación de tipo supersticiosa, mágica y hasta degradante que lleve a justificar el bautismo de niños: el hecho de no bautizarlos no acarrea ningún castigo por parte de Dios (el Dios de Jesús sólo sabe amar y perdonar, no castigar), tampoco hace que el niño permanezca en una condición de “animalidad” (algunos dicen que un niño que no se bautiza es como “un animalito” puesto que no sería hijo de Dios), tampoco ocasiona que en el caso de que el niño muera vaya ir al infierno o al mal llamado “limbo”. Seamos bautizados o no, creyentes o ateos, justos o injustos, todos los seres humanos somos hijos de Dios y, por tanto hermanos que debemos ser respetados y tratados como tales. El bautismo sólo es el reconocimiento público y ritual de dicha realidad.

2 comentarios

Archivado bajo REFLEXIONES TEOLÓGICAS