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«El dedo en la llaga»


A veces me pregunto, ¿por qué me cuesta creer? ¿Por qué, a pesar de que en mi condición de teólogo, que me preocupo por escrutar los evangelios y profundizar sobre Jesús y su mensaje, llego a experimentar la fragilidad de mi fe?… Entonces, me encuentro con Tomás.

Quiero partir del supuesto de que la actitud de Tomás no es errónea, sino que lo que él está proponiendo es lo que los modernos llamarían un «trascendental». En este caso, un «trascendental de la fe». Es decir, la condición de posibilidad del creer:

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero de los clavos, y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20,25). Es decir, si no me confronto con el crucificado, no voy a creer en el resucitado. Si no veo, y me confronto con la cruz del Señor, con las cruces de mi historia personal y con los crucificados y crucificadas de la historia…, si no experimento y me hago consciente y solidario con el dolor, la marginación y la victimización…, No podré acceder al creer, a la fe en aquel que hace nuevas todas las cosas (Ap 21,5), que transforma el sufrimiento en paz y consolación (Jn 20,19), y que permite exclamar con Tomás, ante el crucificado-resucitado (y ante todos los crucificados-resucitados de la historia), «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). 

En tal sentido, la primera parte de la respuesta de Jesús, «Porque me has visto, has creído» (Jn 20,29a), no es una pregunta -como siempre ha sido presentada-, sino una afirmación declarativa: es cierto. Es la experiencia que tiene Tomás, de los signos de la cruz, la que lo ha conducido a creer. Pero, inmediatamente, Jesús añade un macarismo: «dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29b), como si se quisiera invertir o minimizar la experiencia de Tomás (¡pero jamás negar!). Al respecto, no es que se quiera eliminar la mediación experiencial para acceder a la fe (en el Nuevo Testamento, al resucitado se le verá siempre con el verbo griego horao, que indica una visión de fe, más que física). La clave la darán los versículos siguientes: «Estas [señales] han sido escritas para que creáis…» (Jn 20,31). Así, ya no se tratará solamente de ver las señales del crucificado del año 30 (los agujeros de los clavos y la llaga del costado del asesinado Jesús), sino de seguir oyendo y leyendo esos signos en las Escrituras y en la historia misma (ambas, fuentes de la Palabra de Dios). Ahí, en la interacción dinámica entre la historia y las Escrituras, será posible seguir encontrando al resucitado a través de los crucificados…

…Y sólo entonces podré creer.

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EL RELATO DE LA PASIÓN: MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS Y CRUCIFICADOS DE LA HISTORIA (a propósito de la liturgia del domingo de Ramos)


pueblo crucificadoLas lecturas que ofrece la liturgia para el “Domingo de Ramos” tienen una finalidad mistagógica: Preparar y disponer a la asamblea para la celebración del Triduo Pascual. Es así que mientras en el Viernes Santo siempre se leerá el relato de la Pasión tomado del evangelio según Juan, este domingo leemos el relato de la pasión del evangelio correspondiente al ciclo A, es decir, el evangelio según Mateo. Escuchando todo el relato entraremos en sintonía con el núcleo de nuestra fe, el Misterio Pascual, y seremos capaces de reconocer en la Pasión del Señor los rasgos de las pasiones y sufrimientos por los que atraviesan muchos hermanos en nuestros días.

Ciertamente, el relato del evangelio resulta un tanto extenso; pero porque tiene una configuración narrativa y didáctica: narrativa, en cuanto memorial, y didáctica, en cuanto que refleja los dinamismos internos de los lectores/oyentes. En efecto, en él confluyen los elementos típicos y paradójicos de todo drama humano; allí se refleja lo que sucede en la intensidad de nuestras relaciones, esas que se van forjando en medio de la fragilidad y el acierto:

  • La comida festiva con los amigos (cena pascual); pero también, la traición y negación de los más cercanos (Judas y Pedro) (Cfr. Mt 26, 17-25).
  • El dolor de la despedida; pero también, la certeza de la permanente presencia a través del pan que es partido y repartido y del vino que es ofrecido (Cfr. Mt 26,26-29).
  • La autosuficiencia que hace pensar que se es capaz de todo; pero también, el descubrimiento de la propia fragilidad y la experiencia del temor que hacen renunciar y negar hasta a aquellos que decimos más amar (como Pedro) (Cfr. Mt 26, 30-35; 69-75).
  • El deseo de que las cosas sucedan como quisiéramos; pero también, la decisión de que se haga, más bien, la voluntad del Padre, aún a riesgo del propio pellejo (Getsemaní) (Cfr. Mt 26,36-46).
  • La experiencia de la difamación, del falso testimonio, de la acusación injusta, que denigran y atentan contra el buen nombre; pero también, la fidelidad a la verdad, aún a costa de la propia libertad y bienestar (Jesús ante el Sanedrín) (Cfr. Mt 26, 57-67).
  • La realidad del rechazo, del insulto, de la burla ofensiva, de la injusticia, de la agresión y el maltrato, del abandono, de la tortura y la muerte violenta, en medio de la total impunidad y de la sensación de que hasta el mismo Dios permanece en silencio, indiferente (la vía dolorosa y la crucifixión) (Cfr. Mt 27,1-54).
  • Y en medio del sufrimiento, la oscuridad existencial y la muerte, el paradójico reconocimiento del victimario (el centurión romano) sobre la sacralidad de la vida extinta de su víctima: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Cfr. Mt 27, 54).

En efecto, el relato de la Pasión es un memorial, y, como todo memorial, busca que los hechos allí narrados no sean olvidados, que permanezcan vivos en la conciencia de todos aquellos que los escuchan como símbolo de la opción radical de Jesús por el Reino de Dios llevada hasta sus últimas consecuencias; como símbolo de su apuesta por un mundo diferente, más justo y más humano, y por ello, más divino.

Como todo memorial, el relato de la Pasión también ocasiona que todos aquellos oprimidos, traicionados, victimizados, agredidos y olvidados de la historia encuentren en el crucificado su propio rostro sufriente y puedan sentir que a pesar de la impunidad y del aparente silencio de Dios, Él, más que nadie, sabe de su sufrimiento, porque Él también lo ha experimentado en la persona de su hijo amado. Por tanto, si la comunidad eclesial ha hecho una opción por el crucificado, se verá exhortada a volcarse en atención y apoyo solidario hacia los sufrientes y victimizados de la historia, porque en ellos el crucificado sigue padeciendo.

Como todo memorial, el relato de la Pasión es un grito por el “¡basta ya!, por la “no repetición”; para que no haya más crucificados, más sangre derramada violentamente, más injusticias y seres humanos victimizados y agredidos.

Por último, como todo memorial, el relato de la Pasión es un dardo dirigido a la conciencia adormecida de las estructuras y realidades de opresión y victimizantes (de las cuales, por acción o por omisión, por indiferencia o por complicidad, podemos hacer parte), que nos recuerda que toda vida es sagrada e inviolable; que, aunque la impunidad sea la regla, la existencia del relato mismo es un antídoto contra el olvido y contra cualquier deseo de silenciar la verdad, de dejar a los crucificados encerrados en sus sepulcros, eliminando cualquier esperanza de resurrección.

No es posible llegar a la resurrección sin haber pasado por la pasión y por la muerte. Por ello, es importante que la comunidad creyente pueda escuchar atentamente, reconocerse e identificarse con las realidades profundas del relato para que llegue a ser partícipe de la esperanza de la resurrección gozosa y sanadora. Escuchar el relato de la Pasión implica una opción por el crucificado y por todos los crucificados de la historia. ¿Estamos realmente dispuestos a asumir dicha opción? ¿Qué camino estamos recorriendo para que la historia sea coherente con nuestras opciones?

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En la tierra que recuerda que toda tierra es santa (2): De las piedras muertas a las piedras vivas


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“ ¡Había yo amado tanto el libro, y ahora contemplaba la tierra!”, escribía  Marie-Joseph Lagrange, O.P., cuando llegó a Tierra Santa a fundar la Escuela Bíblica Arqueológica Francesa de Jerusalén. Creo experimentar el mismo sentimiento del padre Lagrange al poder contemplar la tierra. Durante años he estudiado apasionadamente al libro, ahora tengo la oportunidad de vivir en la tierra que le vio nacer. Y la primera impresión que emerge es que, por más atlas y tratados de geografía bíblica que había leído, por más relatos de quienes han peregrinado que había escuchado , por más documentales que había visto, la realidad supera con creces lo imaginado. Nada se parece en lo más mínimo a los esquemas mentales que había construido. La realidad de la tierra y de quienes la han habitado desde los albores de la historia desborda cualquier pre-comprensión. Nunca antes lo había pensado de este modo tan radical (empezando porque frecuentemente he tratado de defender la autonomía del texto con respecto a su contexto de producción original, de acuerdo con la hermenéutica ricoeriana), pero estando aquí debo reconocer que el Libro tiene una historia íntimamente relacionada con la tierra y que difícilmente se puede leer y entender sin “leer y entender” la tierra. En tal sentido, aunque aquí se puedan encontrar los mejores institutos y bibliotecas de estudios bíblicos, nada supera la posibilidad de estudiar en la tierra, desde la tierra y a la tierra misma. Ella se convierte en un texto que pide ser leído, indagado (excavado) e interpretado para poder entender mejor ese otro texto que en ella se ha engendrado.  Es así que bien se puede afirmar que aquí las piedras hablan, cuentan historias, hacen memoria de guerras, de modos de ver el mundo, de formas de entender a Dios y a los otros pueblos; hablan de la vida y de la muerte, de amores y desamores, de opresores y oprimidos.

Por otra parte, esta es una tierra que tiene el apelativo de “Santa”, y por ser considerada santa, el modo como “se ha leído”, como se ha indagado y como se ha interpretado ha generado diferentes actitudes a lo largo de la historia. Lo Santo puede ser atractivo, y por ello muchos han querido (y siguen queriendo) conquistarla,  poseerla, abusar de ella, tener la propiedad exclusiva sobre ella, expulsando o eliminando a quienes no se consideran dignos de morar en ella. Lo santo puede ser misterioso, y por ello muchos han querido entrever  ciertas relaciones escondidas entre el rumbo de la historia y el rol que en él desempeña  la tierra misma: la ven como  la tierra del retorno del Mesías, del establecimiento escatológico y nacionalista del Israel mesiánico, del Armagedón apocalíptico, del combate final entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad, del juicio final y del inicio de la nueva creación.

Con todo, habría que hacer una pregunta anterior a cualquier consideración: ¿qué es lo santo de la tierra?. En otras palabras, ¿qué hace que sea llamada Tierra Santa?. Una primera respuesta podría señalar que la razón es por los hechos que en ella han acontecido y que han sido plasmados en las Escrituras Sagradas de la tradición judeo-cristiana. De hecho, algunos de los lugares aun conservan una evidencia histórica de lo sucedido, mientras que otros tienen más un valor simbólico otorgado por ciertas tradiciones. Así, la tierra sería testigo y memorial del modo como se cree que Dios se ha revelado  en la historia a través de hombres y mujeres concretos.

No obstante, aquí he podido aprender que hay otra realidad más palpable -pero, paradójicamente, menos visible- de la que depende la santidad de la tierra. Una realidad que sobrepasa el valor de las piedras históricas – que, aunque “hablan”, están “muertas”- y se configura como un conjunto heterogéneo de “piedras vivas”: Esa realidad es la gente habita la tierra.

Ciertamente, si se visita la Tierra sólo en plan de turismo religioso o de peregrinación corta, se podrá contemplar la magnificencia y esplendor de construcciones tales como iglesias, monasterios, parques arqueológicos o museos; se experimentará cierta sensación de paz y sosiego, entremezclada con la emoción de estar en aquellos sitios por donde el pueblo de Israel vivió o por donde Jesús predicó o padeció. Sin embargo, esta es solo una capa superficial de la realidad y de la santidad que se le atribuye. Permaneciendo mayor tiempo y permitiéndose conocer a fondo el territorio y sus habitantes, es posible encontrar la realidad palpable –pero, como ya se ha dicho,  muchas veces inadvertida- de miles de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, foráneos o nativos, cuyos proyectos, penas, sueños, luchas, sufrimientos, esperanzas, alegrías y dolores, siguen santificando esta tierra. Por ello, la historia de la tierra no puede reducirse simplemente a la historia bíblica.

Aquí he visto y escuchado de primera mano las memorias valerosas de aquellos cuyos padres o abuelos sobrevivieron a los horrores de la shoah y vinieron a vivir a este territorio viendo en él una tierra de promisión, “que mana leche y miel” (Ex 3,8), en que llegarían a su cumplimiento las promesas bíblicas dirigidas por Dios a Abraham sobre la herencia de una tierra, sobre la constitución, tan anhelada y merecida después de tanto sufrimiento, de una nación. Pero también he conocido de primera mano el dolor y la crisis de aquellos que, habiendo habitado la tierra durante siglos, ante el arribo de los migrantes-refugiados venidos de la Europa de la pos-guerra, han sido sistemáticamente violentados, desplazados, agredidos en lo más profundo de su humanidad, negándoseles cualquier derecho sobre la tierra y sobre su propia persona. Aquí la tierra sigue sufriendo y la sangre de muchos se sigue derramando sobre ella, “clamando al cielo” (ver Gn 4,10) por una justicia que parece no llegar.

Caminando por las calles se puede percibir miedo, odio y resentimiento de parte de unos hacia otros y ello se ha incrementado por medio de la “desfiguración del rostro” de la contraparte. Despojándole de su humanidad e imaginándole como un monstruo, como un terrorista, como un peligro social, es más fácil temerle y, por lo mismo, más fácil odiarle, más fácil construir muros para defenderse, más fácil eliminarle.  Se deshumaniza a las personas y de ese modo se legitima el trato inhumano hacia ellas.

Es evidente, aquí la pasión de Cristo no se conmemora simplemente siguiendo los pasos del Viacrucis que constantemente multitudes de peregrinos realizan a diario por las calles de Jerusalén. Aquí Jesús sigue siendo crucificado y su cuerpo continúa siendo lacerado en los cuerpos de los oprimidos, olvidados y estigmatizados. Aquí el corazón de las madres dolorosas sigue siendo atravesado por la violencia ejercida contra sus hijos.  Aquí todavía es posible escuchar un grito en el vacío: “¡Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!” (Mc 15,34).

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Lo peor es que incluso los textos sagrados son utilizados para justificar la ocupación, el abuso, el desplazamiento, la violencia y toda clase de violaciones a los derechos más básicos: se invocan las promesas abrahámicas en torno a la herencia de la tierra (cfr. Gn 12,1ss) para legitimar el derecho sobre su posesión. Se retoman los relatos de la conquista de la tierra (las murallas de las ciudades cayendo, sus habitantes, hombres, mujeres, niños, ancianos, animales y cosas siendo exterminados, porque Dios así lo pide expresamente; Lv 27,28-29; Nm 18,14; Dt 7,17-26;  Jos 6,16-21) como paradigma bíblico del trato que merecen los moradores actuales de la tierra. Se usan los textos proféticos pos-exílicos sobre el futuro esplendor de Jerusalén para animar a la erradicación de cualquier expresión étnica, cultural o religiosa que no corresponda a la pureza de su pasado bíblico… Se invoca el “Derecho divino” para pasar por encima de los derechos humanos… Así, como el anti-semitismo que condujo a la Shoah fue alimentado por ciertas teologías cristianas “del reemplazo” o del “supersesionismo”, hoy es una teología (un modo de leer la Biblia) transformada en ideología la que alimenta la segregación, el racismo y el odio en esta tierra.

Haciendo un paréntesis, lo dicho me lleva a pensar seriamente en torno a la grave responsabilidad socio-política del teólogo y de su teología. Y dicha responsabilidad implica estar atento no solo a lo que se dice sino a lo que se piensa y a las razones por las cuales se piensa lo que se piensa. En efecto, detrás de nuestros esquemas teológicos hay pre-comprensiones ideológicas que, consciente o inconscientemente, influyen en el modo como actuamos en el mundo y nos desenvolvemos socialmente. Al respecto, resulta paradójico que hoy se ha hecho más llevadero y aceptable para el teólogo referirse a los relatos creacionales como estructuras narrativas que, más que describir una realidad históricamente verificable, señalan, de forma simbólica, los fundamentos de una cultura históricamente definida (por ello corresponden más a la forma literaria del mito); no obstante, no se ha tenido el mismo sentido crítico para abordar aspectos igualmente presentes (pero más problemáticos) en la Biblia tales como la elección exclusiva (y, por tanto, excluyente) de un solo pueblo, la liberación del mismo pasando por el exterminio de otro pueblo, el derecho de posesión de la tierra y hasta el modo de entender el establecimiento escatológico y definitivo del Reinado de Dios. Siendo así, la opresión padecida puede entenderse como parte de los planes divinos sobre la historia; y ante la voluntad de Dios, no queda más remedio que hacerla cumplir o resignarse a que se cumpla. Cualquier tipo de resistencia sería una lucha contra Dios mismo. En este sentido, se puede hablar también de la existencia de una “teología opresora” que ejerce, a su vez, una “violencia pasiva”. Esta violencia es la de quienes apoyan de algún modo (incluyendo el mismo culto religioso) a los violentos activos, animando y consintiendo sus acciones o su modo de pensar. La de quienes prefieren permanecer en silencio para no «meterse en problemas» (actitud que a veces se ha querido mal-entender como una “santa prudencia” y no es más que una complicidad expresa). La de quienes prefieren la posición de la indiferencia porque la realidad no les afecta… Y lo cuestionante es es que uno como cristiano, como teólogo, puede asumir (como ya se ha hecho), consciente o inconscientemente, cualquiera de estas formas de violencia.

Pero en medio de tanto “caos y oscuridad” es posible encontrar al “viento de Dios aleteando por encima de las aguas” (Gn 1,2). Aquí he conocido, también de primera mano, el trabajo incansable de hombres y mujeres de ambos lados del conflicto que, en medio de sus propios duelos, a pesar de los atropellos, prefieren mantener encendida la llama de la esperanza. DSC_0123Para no olvidar, sensibilizar a los visitantes foráneos y buscar una garantía de no repetición, aún con el riesgo de ser detenidos, unos tratan de conservar la memoria de los hechos de violencia colgando carteles con las historias en los muros de segregación. Otros se dedican a educar a los propios en torno a las costumbres, tradiciones, riquezas culturales y naturales que les identifican para no perder el sentido de colectividad. Otros organizan marchas o permanecen cerca a los puestos de control en los pasos de un territorio a otro para protestar si alguna autoridad quiere sobrepasarse con algún aldeano. Otros se reúnen con sus vecinos “del otro lado” para compartir la vida y sus historias de dolor y sufrimiento, para conocerse mejor, para orar juntos (aun siendo de religiones diferentes), para reconocer que detrás de cualquier prejuicio, en “el otro” hay también un ser humano, una imagen de Dios, que busca la paz. Es así que a través de estas personas y su lucha por la paz y la reconciliación, Cristo sigue resucitando en el pueblo, y la tierra se santifica por la vivencia de la justicia y la misericordia que caracterizan al único que puede ser llamado Santo.

En efecto, a la luz de la tradición profética puede entenderse que la tierra no es un derecho sino que es un don y que como don conlleva obligaciones y condiciones; en particular, la práctica de la justicia y de la misericordia entre quienes la habitan (Al respecto ver el documento “The Inheritance of Abraham? A Report on the ‘Promised Land’). Además, no se puede olvidar que para los cristianos, la promesa a Abraham acerca de la tierra llega a su plenitud a través del acontecimiento de la encarnación. Así como el Verbo se ha hecho carne para mostrar que toda carne es morada de Dios, toda tierra, en la que habita la carne (es decir, toda criatura), llega a ser “Tierra Santa” sí y solo sí en ella se practica la justicia y se cuida de la vida en todas sus formas. De este modo, la tierra prometida en la Biblia no es simplemente un lugar sino más bien una metáfora acerca del modo como debe vivir el pueblo de Dios; es decir que Tierra y Reinado de Dios se entrecruzan de tal forma que llegan a ser sinónimos. En palabras de Carlo María Martini, «la victoria de Jesús sobre la muerte da un nuevo significado a la tierra de Israel impulsándola hacia una dimensión universal, que consiste en que cada tierra sobre la superficie del planeta está llamada a ser una tierra santa. Así, para los cristianos, Jesucristo asume en su persona la historia sagrada entera, incluyendo la relación entre tierra y Alianza. La tierra de la alianza llega a ser concretada en el reino de Cristo que se extiende más allá de cualquier frontera humana o geográfica: «Dichosos los humildes porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,5)» (Carlo María Martini, prefacio de The land, the Bible and History).

….“Les aseguro que si estos callan, las piedras gritarán” (Lc 19,40).

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En la tierra que recuerda que toda tierra es santa (1): De la mano de Egeria


En la fiesta de la conversión de san Pablo

He llegado a aquí con muchas ideas armadas en la cabeza, con angustia por los interrogatorios en los pasos migratorios (que son realmente angustiantes), por temor a no saber cómo llegar desde el aeropuerto hasta el lugar de mi hospedaje (menos mal alguien inventó el  GPS y alguien más lo integró al celular), con incertidumbre ante lo que pueda pasar…

En el vuelo me ha acompañado la lectura de una novela de Ana  Muncharaz en torno al primer registro histórico de una peregrinación realizada desde Europa (más exactamente, Gallaecia, en Hispania)  a Tierra Santa. Quien lo protagoniza es Egeria, una mujer posiblemente consagrada, quien, a finales del siglo IV, parte de la región de Hispania y, por su cercanía a la familia de Teodosio, el recién elegido emperador de oriente, tiene la facilidad (y el apropiado esquema de seguridad proporcionado por la legión romana) para pasar por Roma, Tesalónica y Constantinopla antes de su arribo a Palestina. En su camino dialoga con personajes reconocidos como el papa Dámaso, el filósofo Temistio o el obispo Gregorio Nacianceno, cuyo perfil y conflictos religiosos plasma a través de sus reflexiones y soliloquios. Lo que fascina del relato, y que impacta tanto a los personajes con los que Egeria interactúa como al mismo lector, es que una mujer, en medio de la sociedad kyriarcal, misógina y patriarcal de la  edad antigua (espero, tal vez ingenuamente,  que solo sea algo propio de la edad), quiera hacer esta clase de viajes sin ningún tipo de compañía o protección masculina. Ciertamente, esta es una consideración muy machista de mi parte, pero hasta uno supone, tal vez ingenuamente también, que una mujer, de esta época,  que emprende tremenda empresa, requiera de algún apoyo o protección de parte de un varón, sobre todo en un contexto en que el pillaje por los senderos y caminos era una práctica tan cotidiana como comprar el pan para el desayuno (menos mal eso también ha sido superado, espero).

Tradicionalmente, el texto de Egeria ha sido tenido como un registro histórico excepcional sobre la primera peregrinación cristiana a Tierra Santa, Egipto, Mesopotamia y Siria en que la detallada descripción de los lugares y las costumbres permite descubrir los fundamentos de nuestras prácticas religiosas actuales en el catolicismo (como el oficio divino, la cuaresma, las procesiones y la misma semana santa con la celebración de la vigilia pascual); no obstante, otra parte de la historia ha sido pasada por alto: el admirable coraje de una mujer de la antigüedad, quien, por puro arrebato espiritual, decide realizar semejante trayecto. Es verdad que tenía escolta imperial; es verdad que tenía una posición socio-económica elevada (demostrada por el simple hecho de que sabía leer y escribir, y el texto en sí es prueba fehaciente de ello); es verdad que su formación (nada común) le permitía interactuar y desenvolverse con personas influyentes de su tiempo quienes de alguna forma facilitaron su viaje.

Todo ello es verdad. Pero nada de ello puede demeritar la valentía y libertad (incluso contra-cultural) de esta mujer. Ella pasó por encima del temor (que lo tuvo, pero supo sortearlo), de los obstáculos y prejuicios sociales, políticos, filosóficos y religiosos que relegaban a la mujer al ámbito puramente doméstico, para mostrarle al mundo de Occidente el tesoro desconocido que albergaba la misteriosa y fascinante tierra de Oriente (lamentablemente, los cruzados entendieron mal de qué tipo de tesoro se trataba).

Pues bien, de la mano de ella, de esta admirable mujer, es que inicio este viaje por la tierra que ella visitó hace 1633 años. Y lo admito sin vergüenza, a diferencia de la gran Egeria, yo sí requiero de alguien que me oriente, me enseñe y acompañe… Y precisamente de la mano de ella, ya se esfumó cualquier angustia…

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Carta de Pablo a los cristianos Americanos (Por Martin Luther king Jr)


(Tomado de: Idem. La fuerza de amar. Madrid: Acción cultural cristiana, 1999, 143-149)

«Quería informMartin Luther King Jraros a todos vosotros acerca de una carta imaginaria debida a la pluma del apóstol Pablo. El matasellos revela que procede la ciudad portuaria de Troas. Al abrir la carta descubrí que estaba escrita en griego y no en inglés. Después de pasarme algunas semanas traImagen1duciéndola, creo que he conseguido descifrar su verdadero significado. Si su contenido resulta ser extrañamente kinguiano y no paulino, atribuidlo a mi falta de objetividad, pero no a falta de claridad de Pablo. He aquí la carta tal como la tengo ante mí.

 

Pablo, llamado apóstol de Jesús, el Cristo, por voluntad de Dios, a vosotros, que estáis en América, gracia y paz de Dios, nuestro Padre, por nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.

Hace años que deseo veros. He oído hablar muchas veces de vosotros y de lo que hacéis. Me han llegado noticias respecto a los fascinantes y sorprendentes avances que habéis conseguido en el campo científico. Me han hablado de vuestros rapidísimos metros y veloces aeroplanos. Con vuestro genio científico habéis empequeñecido las distancias y encadenado el tiempo. Habéis hecho que fuera posible desayunar en París de la Galia y cenar en la ciudad de Nueva York. También he oído hablar de vuestros rascacielos, con sus prodigiosas torres elevándose audazmente en dirección a las estrellas. Me han informado de vuestros avances científicos en la curación de numerosos y terribles azotes y enfermedades: habéis conseguido prolongar vuestra vida y obtenido más seguridad y bienestar físico. Todo esto es maravilloso. ¡En vuestra época se pueden hacer tantísimas cosas que no podían hacerse en mi mundo greco-romano…! Recorréis grandes distancias en un solo día, que en mi generación requerían tres meses. Es magnífico. ¡Habéis hecho un avance impresionante en el desarrollo científico y técnico!

Sin embargo, me pregunto, América, si tu progreso moral y espiritual ha marchado al compás de tu progreso científico. Me parece que tu progreso moral ha quedado rezagado respecto del científico, tu mentalidad va más de prisa que tu moralidad, y tu civilización brilla más que tu cultura. Buena parte de tu vida moderna puede resumirse en las palabras del poeta Thoreau: «Medios mejorados para un objetivo no mejorado». Con tu genio científico has convertido el mundo en un barrio, pero no has sabido utilizar tu genio moral y espiritual para convertirlo en una hermandad. Así pues, América, la bomba atómica que hoy te asusta no es solamente esa arma mortífera que puede ser arrojada desde un avión sobre millares de personas, sino la bomba atómica escondida en el corazón de los hombres, capaz de explotar en forma del odio más horrible y del egoísmo más devastador. Por eso quiero insistir en que sitúes tus avances morales al nivel de los científicos.

Creo necesario recordarte que recae sobre ti la responsabilidad de representar los principios éticos del cristianismo en una época en que son frecuentemente menospreciados. Esta es una tarea que me ha sido encomendada. Entiendo que en América hay muchos cristianos que creen que se debe rendir culto a los sistemas y costumbres implantados por el hombre. Temen que, de no hacerlo, se les considere diferentes. Su gran afán es poder ser aceptados socialmente. Viven según principios como éste: «Todo el mundo lo hace, señal de que debe ser bueno». ¡Entre vosotros hay muchos que piensan que la moralidad consiste en el asentimiento de todo el grupo! En vuestra lengua sociológica moderna, lo que es costumbre es aceptado como justo. Habéis llegado a creer, inconscientemente, que lo justo viene determinado por las encuestas Gallup.

Cristianos americanos, debo deciros que hace ya muchos años escribí a los cristianos de Roma: «Que no os conforméis a este siglo, sino que os transforméis por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12, 2). Tenéis una doble ciudadanía. Vivís simultáneamente en el tiempo y en la eternidad. Vuestra más alta lealtad se la debéis a Dios, y no a las costumbres de la gente, el Estado, la nación, o cualquier otra institución humana. Si una institución terrena o una costumbre no están de acuerdo con la voluntad de Dios, vuestro deber de cristianos es oponeros a ella. No debéis permitir nunca que las exigencias transitorias, efímeras, de las instituciones que ha creado el hombre aventajen a las exigencias eternas de Dios todopoderoso. En una época en que los hombres traicionan los altos valores de la fe, debéis aferraros a ellos, y, a pesar de la presión de una generación que los aliena, preservadlos para los niños que aún han de nacer. Debéis estar dispuestos a desafiar costumbres injustas y a boicotear el statu quo. Estáis llamados a ser la sal de la tierra. Debéis ser la luz del mundo. Tenéis que ser la levadura vital y activa en la masa de la nación.

Sé que en América tenéis un sistema económico denominado capitalismo, con el cual habéis conseguido maravillas. Habéis llegado a ser la nación más rica del mundo y edificado el mayor sistema productivo que ha conocido la historia. Es realmente magnífico. Pero, americanos, existe el peligro de que utilicéis mal ese capitalismo. Vuelvo a insistir en que el amor al dinero es la raíz de muchos males y pueden hacer del hombre un burdo materialista. Temo que muchos de vosotros estéis más interesados en conseguir dinero que en acumular tesoros espirituales.

El mal del capitalismo puede conducir también a una explotación trágica. Esto ha sucedido ya muchas veces en vuestra nación. Me dicen que la décima parte del uno por ciento de la población controla más del 40 por ciento de la riqueza del país. ¡América, cuántas veces has quitado lo necesario a las masas para dar lujos a los privilegiados! Si quieres ser una auténtica nación cristiana, tienes que solucionar este problema. No puedes solucionarlo volviéndote hacia el comunismo, porque el comunismo está basado en un relativismo ético, un materialismo metafísico, un totalitarismo paralizador y un abandono de las libertades básicas que ningún cristiano puede aceptar. Pero, en cambio, puedes trabajar dentro del marco de la democracia para conseguir una mejor distribución de la riqueza. Debes utilizar tus poderosos recursos económicos para eliminar la pobreza de la tierra. Dios no ha intentado nunca que unos vivan en una riqueza superflua y desordenada, mientras que otros sólo conocen una pobreza absoluta. Dios quiere que todos sus hijos tengan cubiertas las necesidades básicas, y ha puesto en el universo «lo suficiente y más» para que esto se consiga.

Dejadme decir algo sobre la Iglesia. Americanos, debo recordaros, como lo he hecho con otros muchos, que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Cuando la Iglesia es fiel a su naturaleza, no conoce división ni desunión. Me dicen que dentro del protestantismo americano existen más de doscientas cincuenta denominaciones. La tragedia no consiste simplemente en que haya tal multiplicidad de denominaciones, sino en que muchos grupos pretenden poseer la verdad absoluta. Este sectarismo estrecho destruye la unidad del Cuerpo de Cristo. Dios no es bautista, metodista, presbiteriano o episcopaliano. Dios trasciende vuestras denominaciones. América, si tienes que ser auténtico testimonio de Cristo, debes saber esto.

Me han informado, y de ello me congratulo, de que en América crece el interés por la unidad de la Iglesia y el ecumenismo. Me dicen que habéis organizado un Consejo Nacional de las Iglesias, y que la mayoría se han afiliado al Consejo Internacional de las Iglesias. Todo eso es estupendo. Continuad por el camino creador. Mantened vivos estos consejos de la Iglesia y continuad prestándoles el apoyo más sincero. Recibo noticias muy optimistas sobre un diálogo reciente entre católicos romanos y protestantes. Me dicen que algunos eclesiásticos protestantes de vuestra nación han aceptado la invitación del Papa Juan para asistir como observadores a un reciente concilio ecuménico que ha tenido lugar en Roma. Es un síntoma tan significativo como saludable. Creo que es el principio de una evolución que no hará sino acercar más y más a los cristianos.

Otra cosa que me preocupa de la Iglesia americana es que tengáis una Iglesia blanca y otra negra. ¿Cómo es posible que en el auténtico cuerpo de Cristo exista la segregación? Me dicen que la integración es mayor en el mundo del espectáculo y en otros círculos seglares que dentro de la Iglesia cristiana. ¡Es una monstruosidad! Creo que entre vosotros hay cristianos que intentan encontrar bases bíblicas para justificar la segregación y argumentan que el negro es inferior por naturaleza. ¡Oh, amigos míos, esto es blasfemar y va contra todo lo que defiende la religión cristiana! Vuelvo a repetir lo que yo dije muchas veces a los cristianos, que en Cristo «no hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Más aún, tengo que repetir las palabras que ya dije en el Areópago de Atenas: «Él hizo de uno todo el linaje humano para poblar toda la haz de la tierra» (Hch 17, 26). Por eso, americanos, debo insistir para que os libréis de cualquier forma de segregación. La segregación es una negación flagrante de la unidad que tenemos en Cristo. Sustituye a la relación «yo-tú» por la relación «yo-esto», y rebaja a las personas a la categoría de cosas. Hiere el alma y degrada la personalidad. Crea en el segregado una falsa estimación de su propia superioridad. Destruye la comunidad y hace imposible la fraternidad. La filosofía básica del cristianismo es diametralmente opuesta a la filosofía básica de la segregación racial.

Alabo a vuestro Tribunal Supremo por haber decretado una sentencia histórica en favor de la desegregación y a muchas personas de buena voluntad que la han aceptado como una gran victoria moral, pero sé que algunos hermanos se han declarado en abierta oposición, y que en sus cámaras legislativas resuenan palabras como «anulación» e «interposición». Porque algunos hermanos han perdido el sentido de la auténtica democracia y del cristianismo, os exhorto a todos y a cada uno de vosotros a que lo discutáis pacientemente. Estáis obligados a hacerles cambiar de actitud por medio de la comprensión y de la buena voluntad. Hacedles saber que, levantándose contra la integración, no solamente se oponen a los nobles preceptos de vuestra democracia, sino también a los edictos eternos del mismo Dios.

 Espero que las Iglesias de América desempeñen un papel importante en la lucha contra la segregación. Fue siempre responsabilidad de la Iglesia ampliar horizontes y desafiar las situaciones establecidas. La Iglesia tiene que introducirse en el campo de lucha de la acción social. En primer lugar, debéis velar para que la Iglesia aparte el yugo de la segregación de su propio cuerpo. Después tendréis que procurar que la Iglesia sea cada vez más activa en la acción social fuera de sus propias puertas. Debéis intentar mantener abiertos los canales de comunicación entre las diversas razas. Debe adoptar una actitud decidida contra las injusticias que los negros sufren en viviendas, educación, protección policíaca, y en los tribunales locales y estatales. Tiene que influir en el campo de la justicia económica. Como guardián de la vida moral y espiritual de la comunidad, la Iglesia no puede contemplar estos males manifiestos con indiferencia. Si vosotros, como cristianos, aceptáis esta empresa con decisión y valentía, conduciréis a los hombres descarriados de vuestra nación desde la oscuridad de la falsedad y el temor a la luz de la verdad y del amor.

Permitidme que dirija unas palabras a aquellos de entre vosotros que son víctimas del odioso sistema segregacional. Tenéis que continuar trabajando apasionada y vigorosamente por vuestros derechos divinos y constitucionales. Sería cobarde e inmoral que aceptaseis pacientemente la injusticia. En buena conciencia, no podéis vender el derecho de nacer a la libertad por un plato de sopas segregadas. Perseverando en vuestra justa protesta, permaneced siempre alerta para combatir con métodos cristianos y con armas cristianas. Aseguraos también de que los métodos que empleéis sean tan puros como el fin que perseguís. No sucumbáis nunca a la tentación de la ira. Cuando ejerzáis presión en pro de la justicia, estad seguros de que actuáis con dignidad y disciplina, utilizando como arma principal el amor. No dejéis nunca que nadie os empuje hasta llegar a obligaros a odiar. Evitad siempre la violencia. Si en vuestra lucha sembráis la semilla de la violencia, las generaciones venideras cosecharán el caos de la desintegración social.

En la lucha por la justicia, debéis demostrar a los opresores que no tenéis deseos de derrotarlos o de vengaros. Hacedles comprender que la úlcera infectada de la segregación debilita tanto al blanco como al negro. Al adoptar esta actitud, mantendréis vuestra lucha a nivel cristiano.

Muchas personas se dan cuenta de lo urgente que es desarraigar la segregación. Muchos negros dedicaron sus vidas a la causa de la libertad, y muchas personas blancas de buena voluntad y robusta sensibilidad moral se atreverán a hablar en favor de la justicia. La honradez me impele a admitir que esta postura requiere cierta disposición para el sufrimiento y el sacrificio. No desesperéis si os condenan y persiguen por la justicia. Cuando dais testimonio de la verdad y la justicia, sois presa posible de escarnio. Oiréis decir muchas veces que sois idealistas sin sentido práctico o radicales peligrosos. Quizás incluso os llamen comunistas, sólo porque creéis en la hermandad entre los hombres.

Alguna vez iréis a parar a la cárcel. Si así fuera, debéis honrar la prisión con vuestra presencia. Puede representar perder el trabajo o la consideración social dentro de vuestro grupo. Aunque el precio que algunos tuviesen que pagar para librar a sus hijos de la muerte psicológica fuese la muerte física, no podríais hacer nada más cristiano. No os preocupéis por la persecución, cristianos americanos; debéis aceptarla si lucháis por un gran principio. Hablo con cierta autoridad, porque mi vida ha sido una continua sucesión de persecuciones.

Después de mi conversión fui repudiado por los discípulos de Jerusalén. Más tarde me procesaron por herejía en Jerusalén. Fui encarcelado en Filipo, azotado en Tesalónica, linchado en Éfeso y humillado en Atenas. De todas estas experiencias salí convencido de que nunca, «ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro (…), podrá separarnos del amor de Dios (manifestado) en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8, 38-39). La finalidad de la vida no es ser feliz, ni buscar el placer y evitar el dolor, sino hacer la voluntad de Dios, sea cual sea. No puedo dejar de alabar a los que habéis resistido, sin decaimiento, las amenazas y las intimidaciones, las inmoralidades y la impopularidad, la detención y la violencia física a fin de proclamar la doctrina de la paternidad de Dios y la fraternidad de los hombres. Para estos nobles servidores de Dios existe el consuelo de las palabras de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por mí. Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros» (Mt 5, 11-12).

Debo concluir mi escrito. Silas espera para echar esta carta al correo y yo debo partir para Macedonia, desde donde me han enviado un mensaje urgente pidiendo ayuda. Pero, antes de irme, debo deciros, como dije a la Iglesia de Corinto, que el amor es el poder más duradero del mundo. A través de los siglos, los hombres han luchado por descubrir el bien supremo. Ésta ha sido la principal cuestión de la filosofía ética, y fue uno de los mayores problemas de la filosofía griega. Los epicúreos y los estoicos intentaron solucionarlo; Platón y Aristóteles intentaron solucionarlo también. ¿Cuál es el summun bonum de la vida? Creo, América, que he encontrado la respuesta. He descubierto que el bien más sublime es el amor. Este principio es el centro del cosmos. Es la gran fuerza unificadora de la vida. Dios es amor. El que ama ha descubierto la clave del significado de la realidad última; el que odia es un candidato inminente a la destrucción.

Cristianos americanos, podéis dominar las sutilezas de la lengua y poseer la elocuencia de los discursos bien pronunciados; pero aunque pudierais hablar todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tenéis amor, sois como la campana que toca o el timbal que tintinea. Podréis poseer el don de la predicción científica y comprender el comportamiento de las moléculas; podréis penetrar en los arcanos de la naturaleza y evidenciar muchas perspectivas nuevas; podréis escalar las cimas de las conquistas académicas para conseguir toda suerte de conocimientos, y presumir de vuestras grandes instituciones de enseñanza y del alcance ilimitado de vuestros títulos; pero todo esto, desprovisto de amor, no significa nada. Más todavía, americanos: podéis entregar vuestros bienes para alimentar a los pobres; podéis hacer grandes donativos a instituciones de caridad y distinguiros por una gran filantropía; pero, si no tenéis amor, vuestra caridad nada significa. Podéis entregar incluso vuestro cuerpo a las llamas, y morir como mártires, y vuestra sangre derramada podrá ser un símbolo de gloria para las generaciones venideras, y miles de hombres os honrarán como a héroes de la historia; pero, incluso así, si no tenéis amor, vuestra sangre será derramada en balde. Por tanto, ya veis cómo un hombre puede ser orgulloso incluso entregándose, e incluso sacrificándose. Su generosidad puede aumentar su ego, y su piedad su orgullo. La benevolencia sin amor se convierte en egoísmo, y el martirio en orgullo espiritual.

La mayor de todas las virtudes es el amor. En él encontramos el auténtico significado de la fe cristiana y de la cruz. El calvario es un telescopio a través del cual podemos contemplar la vasta extensión de la eternidad y ver el amor de Dios irrumpiendo en el tiempo. Por la magnitud de su generosidad, Dios permitió que su Hijo unigénito muriese para que nosotros viviéramos. Uniéndonos con Cristo y vuestros hermanos por el amor, podréis matricularos en la universidad de la vida eterna. En un mundo que depende de la fuerza,  de la tiranía y de la violencia sanguinaria, se os convida a seguir el camino del amor. Descubriréis que el amor desarmado es la fuerza más poderosa de todo el mundo.

Tengo que dejaros. Transmitid mi saludo cordial a todos los santos de la Iglesia de Cristo. Tened valor; sed todos unos; vivid en paz. Lo más probable es que no vaya a América a veros, pero os veré en la eternidad de Dios. Y ahora, a Aquel que nos puede evitar la caída, y puede levantarnos del oscuro valle de abatimiento hasta la iluminada montaña de esperanza, de la noche de la desesperación al alba de la alegría, a Él el poder y la autoridad por siempre. Amén».

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CONSEJOS AL ESTUDIANTE DE TEOLOGÍA (Por Dietrich Bonhoeffer)


(Versión original en Alemán: Was soll per Student per Theologie heute tun?, En Gesammelte Schri f ten, Kaiser Verlag, München, 1966, III, 243-247. Versión en español: Selecciones de Teología 50(1974):111-112. Traducción de Marcial Peña).

BONHOEFFER«Ante todo, sólo debes estudiar Teología cuando honradamente pienses que no puedes estudiar otra cosa. Pues el que muchos que habrían sido buenos teólogos sean en vez de eso buenos médicos o abogados, es más leve que el que haya un solo teólogo que no habría debido serlo. Toda floración de vocaciones es ambigua. No debes pensar por eso que eres más aventajado que los otros estudiantes. Ya verás cómo al ir estudiando se te van cayendo todas las razones que te impulsaron a estudiar Teología. Y si al fin de una carrera bien hecha, perseveras en tu decisión, ya verás cómo es por razones distintas de las iniciales. No debes esperar unas «experiencias» vocacionales. La única vocación a la Teología será el que ésta te haya conquistado y no te deje. Con tal que quien te haya conquistado sea verdaderamente la causa de la Teología: la disposición para reflexionar sobre la Palabra y la voluntad de Dios (Sal 1,2), para aprenderla y llevarla a la práctica.

Puedes integrar en tu estudio teológico todos tus desvelos humanos: filosóficos, éticos, pedagógicos, sociales, todo lo que te pertenece como ser humano. Pues es siendo teólogo como has de hacerte un ser humano pleno. Pero debes saber que el motor de tu vida y tu pensamiento como teólogo no puede ser otro más que la pasión de Jesucristo, el Señor crucificado. La vitalidad de las mil aficiones no puede conquistar a la Teología, sino que el teólogo nace cuando el ser humano, con todas sus preguntas y su búsqueda, se tropieza con la cruz de Cristo; y cuando en el dolor de Dios bajo el odio del hombre, descubre la condena de sus aficiones y de su vitalidad. Aquí se da una transformación que supone el comienzo de la objetividad teológica y que convierte el estudio teológico en una audición responsable de la Palabra de Dios, en vez de ser un monólogo afirmador de uno mismo o una especie de autoerotismo religioso. Olvido de uno ante aquello que importa por encima de todo.

El joven estudiante ha de intentar ser teólogo en este sentido, o colgar los libros cuanto antes. No avergonzarse de su tarea teológica, ni tratar de disimularla con mil cosas ajenas. ¿Por qué ha de «quedar bien» el que hable despectivamente de la Teología o evite la compañía de teólogos sinceros desde Pablo y Agustín hasta Tomás y Lutero? Despreciar cuestiones que parecieron importantes para otros grandes hombres, ¿es algo más que ignorancia mal disimulada?, ¿no es mejor preguntarse si uno está en su sitio como teólogo y si no estaría mejor en algún lugar más atractivo, más visible, más impresionante, pero distinto?, ¿desde cuándo acredita a un teólogo el que, por su indiferencia ante la Teología, hable a la gente sólo con los labios? Y ¿desde cuándo acredita a un cristiano el hablar sobre cosas que no entiende ni de lejos? El joven teólogo ha de saberse en servicio de la verdadera Iglesia de Cristo. Es desesperanzador que prefieras ser tenido por hombre de mundo que por teólogo. Con ello no ganarás a los otros, sino que ganarás su desprecio y expondrás a la Teología a la risa fundada del mundo. No busques ser una excepción entre los tuyos: la mundanidad no es, sin más, un criterio decisivo para el teólogo, y  puede gastarte malas bromas.

Debes capacitarte mediante tu estudio para hacer discernimiento de espíritus en la Iglesia: aprender cuál es la verdadera enseñanza del evangelio y qué es lo que son sólo enseñanzas o leyes o idolatrías humanas. Que aprendas a no llamar blanco a lo negro, sino a la verdad, verdad, y al error, error. Que sepas dar testimonio con objetividad, con modestia, con prudencia y en el amor, pero con valentía y con decisión. Que aprendas a descubrir dónde están las fuentes de vida de la Iglesia, y dónde se obstruyen y se envenenan éstas. Que sepas descubrir cuándo llega para la Iglesia la hora de la decisión y la necesidad de proclamar la fe. Y si esta hora llega para tu Iglesia, si te das cuenta de que el evangelio es falseado, debes decirlo claramente desde tu sitio. Aunque como estudiante no puedas hacer más que preguntar, con atención, con objetividad y con amor, dónde está el verdadero evangelio. Si llega esta hora, no debes ponerte patético, sino pensar y actuar con objetividad. No has de querer jugar ningún papel, sino leer y estudiar la Biblia más que nunca, sabiendo que a tu Iglesia y a la Teología sólo las servirás con la desnuda verdad y no con reflexiones tácticas. Hasta los compromisos mejor intencionados no hacen más que enmascarar. Él teólogo, menos que nadie, necesita ir con politiqueos: le basta con un trabajo teológico objetivo. Si llegan tales tiempos, procura más bien controlarte que gritar mucho. Porque la falsa seguridad del que grita mucho, tampoco coincide con la certeza de la penitencia y del evangelio. Y debes saber, finalmente, que allí donde la verdad del evangelio te lleve a criticar los errores, sigue siendo corresponsable e intercesor ante los hermanos que críticas: pues también el teólogo vive sólo del perdón, y no de la razón o la mayor sabiduría que tenga. Finalmente, en tales tiempos de caos, hay que volver a empezar de nuevo, desde las Fuentes auténticas. Cada vez con menos susto y con más alegría. «Haciendo la verdad en el amor» (Ef 4,15)».

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Sobre el Uso y Deleite de los Textos entre los Eruditos y los Sabios


El erudito desea abarcarlo todo, asir y aprehender todo cuanto pueda conocer para después mostrarse como el que sabe, como el que posee un contrato de exclusividad sobre un campo determinado del conocimiento (o sobre todos los campos, en el caso de quienes, con cierta dosis de ingenuidad, aún creen en el enciclopedismo ilustrado)  para pretender dominar a través del monopolio de la ciencia y haciendo que otros dependan de él para acceder a aquella. Conoce los textos (o disimula conocerlos) pero no por amor a los textos mismos siBiblia del osono para adueñarse de ellos y del conocimiento que estos albergan. Y cuando el erudito se cree dueño de los textos, busca acallarlos o domesticarlos, porque se da cuenta del poder emancipador que estos tienen. Por ello, cuando habla de los textos, los tergiversa, los manipula, queriendo imponerles su propia mentalidad, haciéndoles decir lo que nunca dicen. Para él los textos son el bastón con el que pretende controlar a sus borregos.

 

El sabio, en cambio, reconoce la naturaleza inefable de la vida y de los textos que buscan narrarla. Ama los textos no por el conocimiento que puedan proporcionar sino por el placer mismo de leerlos. Para él el conocimiento no es fin en sí mismo; sabe bien que éste es sólo el disfraz que algunas veces esconde a la belleza o a la fealdad. No le interesa alcanzar la meta simplemente, sino disfrutar y aprender de cada recodo del camino. Por ello, antes que saber, el sabio saborea. No busca abarcar los textos o apropiarse de ellos sino que se deleita con cada palabra y cada letra que recorren sus ojos. Y cuando sus ojos han dejado de moverse sobre los grafemas, su mente pasa una y otra vez sobre las ideas y el modo estético, enigmático y hasta paradójico como dichas ideas están expresadas. El sabio es consciente de que los textos no le pertenecen; éstos son hijos de unas vidas cuyo propósito es seguir creando y recreando más vidas. Así, para él, el texto tiene un carácter sacral que le conduce al ámbito de la divinidad creadora. Y es en tal ámbito donde la dimensión emancipadora del relato le transforma, le hace mirar la realidad con ojos nuevos y hace que su vida misma empiece a ser relato transformador para otros. Aquí ya no hay pastores ni ovejas… solo relatos.

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¿CUÁL ES LA RELIGIÓN VERDADERA? (1) La cuestión del diálogo interreligioso


religión verdadera

Cuando transmiten por televisión un partido de futbol y muestran los instantes previos al juego, me maravillo de ver la devoción con que los jugadores se toman de la mano y oran fervientemente pidiendo al cielo se les conceda el triunfo en la cancha. –“De seguro éstos van a ganar!”- piensa uno; -“con semejante pasión con la que claman a Dios es imposible que éste no los escuche”-. El problema es que cuando pasan la transmisión al camerino del equipo contrincante la escena es exactamente la misma: los jugadores, tomados de la mano implorando a Dios que les de la victoria. Me pregunto, entonces, cómo se sentirá Dios en esos momentos. La confusión para él debe ser tremenda, ¿a quién apoyará?, ¿de parte de quién estará?…

Y del escenario futbolístico pasamos al plano eminentemente religioso: -“¡Fuera de esta religión no hay salvación!”- afirman unos; –“¡Sólo nosotros tenemos la Verdad, ustedes están equivocados”!- sostienen otros. –“¡Nosotros sí interpretamos las Escrituras como debe ser!”-, se escucha más al fondo… ¿Y Dios?, ¿de parte de quién estará?… Lo más grave es cuando se pasa de la contienda discursiva a la lucha violenta por imponer el propio punto de vista sobre los demás. La historia ha sido testigo de ello: cruzadas, inquisición, hogueras contra los herejes, guerras santas, censuras y todo tipo de fanatismos…  “Una ideología contra otra, un sistema contra otro, una religión contra otra. Y en medio, el hombre, que es aplastado”, dirá Anthony de Mello, S.J.

Así, en el mercado de las religiones, en medio de tantas ofertas que prometen la salvación y se atribuyen para sí el monopolio de la verdad, surge inevitablemente la pregunta sobre cuál es el auténtico camino y cómo evitar el engaño; y en el fondo de dicha pregunta se esconde un presupuesto: “debe existir una única religión verdadera frente a la cual las demás deben estar equivocadas o no tan cercanas a la verdad”. Habrá opciones más facilistas que, para evitar la pregunta, niegan tal presupuesto y afirmarán que “todas las religiones son iguales”, ya sea porque todas conducen al mismo Dios (posición de relativismo) o porque ninguna tiene la razón y todas están equivocadas (posición de irreligiosidad, indiferentismo o ateísmo beligerante).

Sin embargo, en el contexto de una sociedad que cada vez es más plural y diversa y en el plano del nuevo ordenamiento mundial donde una de sus facetas se caracteriza por la emergencia de conflictos de tipo cultural y religioso (piénsese, por ejemplo, en el ataque a las torres gemelas, la invasión a Afganistán e Irak, el conflicto palestino-israelí y los ataques a iglesias cristianas en India, Egipto e Irak), la pregunta por la religión y las religiones se impone como una cuestión de primer nivel; cuestión que no puede ser resuelta pidiendo, por ejemplo, que toda expresión religiosa sea abolida o restringida al ámbito de lo meramente privado e individual bajo el pretexto de difundir un secularismo acérrimo y, en el fondo, ingenuo, pues pretende negar o hacer caso omiso del carácter religioso inherente a toda cultura y a todo ser humano (como en algunos países europeos se ha pretendido). Tampoco se resuelve la cuestión promoviendo, sin más, la tolerancia religiosa, puesto que tolerar es simplemente aceptar (¡y hasta «aguantar»!) que el otro existe y no hacernos daño mutuamente, como en un vecindario cuya «tranquilidad» no es más que la indiferencia y resignación forzada frente a los que viven «al lado».  En tal contexto, teólogos como Hans Küng, parafraseando a Mahatma Gandhi han llegado a afirmar que “no habrá paz entre los pueblos mientras no haya paz entre las religiones”. De ahí se sigue que su propuesta de una ética mundial tenga que pasar necesariamente por un encuentro entre las religiones.

Entonces, ¿qué significa tal encuentro entre las religiones?, ¿cuáles serían sus condiciones de posibilidad?. En primer lugar debemos afirmar que dicho encuentro no pretende, ni puede pretender, confluir en la propuesta de una única religión universal que acapare o reúna los elementos propios de cada religión. El esperanto religioso sería tan inútil como el esperanto idiomático puesto que “uniformar” a las religiones significa negar las características diferenciadoras y los valores propios de cada una de ellas. Si todos pensáramos y actuáramos de igual manera y con los mismos patrones dejaríamos de aprender y de enriquecernos de los demás, la evolución de nuestra especie se detendría. Es precisamente la diferencia y la  singularidad de cada ser humano, de cada cultura y de cada religión la que permite el encuentro, el diálogo, el crecimiento y, en últimas, la unidad. Así, la diferencia, y nunca la uniformidad, se constituye en la condición sine qua non para la unidad. El otro/la otra es valioso/a no porque sea igual a mí sino precisamente porque es diferente de mí, y su diferencia es la que me enriquece, la que permite que él/ella sea parte de mí de tal modo que todo lo que le suceda o haga me involucre y afecte directamente (nada más cercano al símil del cuerpo paulino o al mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo de las escrituras judeo-cristianas).

De lo anterior se sigue que la unidad no se puede concebir como el acuerdo en torno a una misma doctrina o dogma, a una misma manera de orar o a un mismo modo de interpretar o asumir las escrituras de cada religión. La unidad es originada por el encuentro y la confluencia en torno a una problemática común, en torno a una misma situación que requiere un volcamiento solidario de todos, en torno al ser humano que es víctima de la guerra, del hambre, de la opresión y de la exclusión.  Es la humanidad lo que está en juego y, por tanto, es la humanidad y la lucha por su liberación integral el punto de convergencia entre las religiones. Según el planteamiento de Raimond Panikkar, ello implica para todas el paso necesario e irrenunciable de la ortodoxia (donde el centro es la verdad dogmática) a la ortopráxis (evidenciada por la coherencia entre lo que se cree y lo que se vive), del diálogo (que busca establecer acuerdos doctrinales a través de la racionalidad comunicativa) a la diapráxis (donde el acuerdo va más allá de las verdades y se centra en la lucha por la paz, la justicia y la dignidad humana). Así, el encuentro interreligioso significa reconocer que Dios no está de parte de una religión en particular y, por consiguiente, en contra o más lejano de otra, sino que está, ante todo, de parte del ser humano, de manera especial cuando éste ha sido victimizado, oprimido y olvidado. De tal modo que si las religiones desean estar más cerca de Dios y de su verdad deben volcarse, todas juntas, allí donde Dios está: en el ser humano necesitado.

En conclusión, la religión verdadera no es necesariamente la más antigua o la que más seguidores tenga, la más organizada o en la que más milagros se registren. La verdad de sí misma no estará definida por la coherencia interna de sus doctrinas o la conservación de su tradición. La religión verdadera es aquella que, en lugar de oprimir o infundir temor, libera y vivifica; que es capaz de reconocer que no posee el monopolio de la verdad y que, por consiguiente, necesita de las demás y de sus diferencias para aprender y enriquecerse, para trabajar y comprometerse de forma mancomunada en la consecución de la vida en abundancia para todos los hombres y mujeres del planeta. Allí recaerá su  verdad y allí podrá encontrase con el Dios al que pretende alcanzar.

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¡Demuéstreme que Dios existe!


Siendo profesor de Educación Religiosa en los últimos grados de Bachillerato era común escuchar por parte de mis estudiantes el reclamo en torno a la demostración de la existencia de Dios. Su actitud era bastante comprensible: La imagen del Dios “milagrero” de acciones portentosas y espectaculares que les habían inculcado desde su infancia tanto sus padres como Holywood había entrado en crisis gracias a los conocimientos adquiridos en otras clases (big-bang, teoría de la evolución, método científicdios8o,..) y al hecho de no percibir en su cotidianidad a un Dios “mágico” como aquel. Por otra parte, empezaban a percibir críticamente la incoherencia de algunos que, llamándose a sí mismos “creyentes en Dios”, actuaban como si no lo fueran. Finalmente, algunos de ellos, que habían crecido con la imagen de un Dios vigilante, juez, legislador y castigador, necesitaban liberarse del mismo para poder actuar de forma más “autónoma” (o caprichosa) y menos condicionada.

Si bien hasta hace unos años entre teístas y ateos se daban confrontaciones de todo tipo, los unos para defender la existencia de Dios y los otros para negarla, el día de hoy se ha aceptado que no hay ninguna manera de demostrar tal existencia (de hecho, si se pudiese demostrar dejaría de ser Dios, en cuanto misterio trascendente) y que, por lo mismo, tampoco existe ninguna manera de demostrar su no existencia. De aquí se sigue que buscar cualquier argumento, tanto para demostrar como para negar, termina siendo una empresa infructuosa e inútil.

El problema se debe a que se ha querido asumir el lenguaje y los procedimientos de las ciencias (tanto naturales como humanas y sociales) para abordar realidades que, como Dios, se escapan de la posibilidad de verificación fáctica por parte de tales ciencias. De hecho, el mismo término “demostración” exige unos procedimientos tanto verificables empíricamente como argumentados lógicamente que no son aplicables en la pregunta sobre Dios.

Así, por ejemplo, se ha interpretado de forma errónea que la afirmación que aparece en el libro “El gran diseño”, escrito por Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, “Porque existe una ley como la de la gravedad: el universo puede y podría crearse por sí mismo de la nada. La creación espontánea es la razón por la que resulta redundante el papel de un creador”, es una demostración de la no existencia de Dios. Al contrario, en el presente caso, la teoría de multiversos desde la perspectiva de supercuerdas (desarrollada en el libro por Hawiking y Mlodinow) ofrece una visión autosuficiente del universo, lo que implicaría que éste pueda ser explicado sin necesidad de recurrir a una causa metafísica original (parecida más al motor inmóvil aristotélico que al Dios del cristianismo) pero tampoco sin tener que negarla.

Según Ludwig Wittgenstein, el historiador (o el ateo) y el creyente están metidos en diferentes “juegos de lenguaje”. Y así lo retoma Xavier Pikaza citando «El sueño de Shitala» de Agustín Pániker: 

«Un científico ateo, por ejemplo, puede presentar pruebas y evidencias en contra de la existencia de Dios; y un creyente puede aportar sus evidencias en favor de su existencia. Según Wittgenstein ambas posiciones no son mutuamente excluyentes ni contradictorias, ya que no están en el mismo “universo de discurso” o “juego de lenguaje”. Hablan de cosas diferentes y proponen reglas distintas. Por eso no se ponen de acuerdo. Esta posición –pluralista y no-objetivista– parte de la idea de que no podemos situarnos en un punto neutral en el que juzgar un juego de lenguaje (o cosmovisión) frente a otro. Esto es pertinente en el caso de la religión, ya que suele conformar un esquema conceptual autocontenido. Decir que un pronunciamiento religioso es correcto o no dependerá de si se ha realizado desde dentro de la comosvisión de esa religión o desde afuera. Y ojo que esa idea de que la religión forma un sistema internamente coherente y, por ende, irrefutable desde el exterior, es propia de muchas otras ramas del saber; de la propia ciencia, sin ir más lejos».

Lo paradójico de la cuestión es que el único modo para acceder al conocimiento de Dios y al encuentro con él es mediante un acto libre y consciente de fe en él; es decir que antes de saber algo de su existencia se requiere creer en su presencia. En otras palabras, quien no cree difícilmente podrá afirmar la existencia de Dios pero, por lo mismo, tampoco podrá afirmar su inexistencia.

A partir de este presupuesto, en el siglo pasado fueron desarrolladas varias perspectivas teóricas que han inferido la existencia de una estructura o dinámica interna, connatural a todo ser humano que le permitiría acceder al conocimiento creyente y a la experiencia de Dios; entre ellas vale la pena mencionar el método antropológico-trascendental de Karl Rahner, desde la teología, y el planteamiento del subconsciente espiritual de Víctor Frankl, desde la psicología.

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¿Por qué toda auténtica fe implica una dimensión comunitaria y social?


A veces pensamos que la fe es un asunto enteramente personal y privado, que no tiene ninguna injerencia en el modo como interactuamos con otros y como vemos la realidad. Pensamos que lo único importante en la fe es la relación entre “Dios y yo” y que eso basta para estar en paz y tranquilizar nuestras conciencias: “Voy al culto, hablo con Dios, leo la Biblia, pago el diezmo, no hago mal a nadie…”. ¿Acaso en eso consiste el cristianismo?, ¿Puede alguien reducirse a cumplir con esto y considerarse “buen cristiano? ¡Si hasta los violentos y corruptos lo hacen!…también los indiferentes…y los quietos que se creen buenos por no hacer ningún daño a nadie. 

Creerle al Evangelio es mucho más que esto, es “desacomodarnos” y reconocer que toda auténtica fe tiene una dimensión intrínsecamente comunitaria y social:  

• Llegamos a la fe no por nuestra propia cuenta (por generación espontánea) IMAGEN-9681064-2sino gracias al testimonio de otros que nos han precedido.

• La fe genérica, condición de posibilidad de la fe religiosa, implica, de modo inherente, la capacidad de confiar en otros (Capax Fidei).

• No puede haber una confesión de fe auténtica que no tenga repercusiones en el modo de ser con los otros: “de qué me sirve decir que amo a Dios a quien no veo si no amo a mi  prójimo a quien veo” (1Jn 4,20). Por ello, en el relato del “juicio final” de Mateo (25,31-46) quienes son “apartados al fuego eterno”, lo son no por ser “malos” (en ningún lugar se dice que hicieran mal a nadie) sino por no hacer el bien que les correspondía: “Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo” (v.45)

• En el caso del cristianismo ,creemos en un Dios que, por ser Trinidad, es en sí mismo una comunidad, que nos invita a vivir como él: como comunidad….

• En el mismo contexto cristiano, confesamos a un Dios que es Padre de todos. Si creemos realmente en ello, la consecuencia es que debemos tratar a los demás como hermanos. Así, toda fe, involucra de por sí un modo de obrar.

• Para que la fe no se convierta en ideología o en una acomodación de ideas según las propias conveniencias, sentires e intereses (crear un Dios a imagen y semejanza mía), es necesario confrontarla con la fe proclamada y vivida de una comunidad creyente. Este es un criterio de objetividad y de autenticidad de la propia fe.

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