Archivo diario: 15 marzo, 2011

Sobre las profecías bíblicas y el fin del mundo


Debemos considerar, de entrada, que la profecía del antiguo Israel, que se ha consignado en las Sagradas Escrituras judías y cristianas, no es ni puede ser entendida en modo alguno, como el ejercicio de una práctica adivinatoria o premonitoria de hechos o acontecimientos del futuro. El profeta es, ante todo, un miembro del pueblo de la alianza que, reconociendo el modo como Dios ha actuado en la historia de sus antepasados, discierne el querer de aquel en medio de las situaciones concretas de su presente. Por ello, el profeta es un místico de ojos abiertos, un hombre de su tiempo, alguien que conoce perfectamente su realidad y que ha comprendido que Dios actúa, no desde el poder, la fuerza o la violencia sino desde lo pobre, lo débil y lo frágil, casi como el “susurro de una brisa suave” (1R 19,12); por ello también, la palabra profética es una instancia crítica del orden social, una voz que no permanece callada ante las situaciones de injusticia o de opresión, porque sabe que el querer de su Dios es que en su pueblo no haya unos pocos nadando en riquezas mientras otros muchos mueren de hambre. Y para que su denuncia sea escuchada y la urgencia de una pronta conversión sea acogida, el profeta recurre a estilos metafóricos y figuras literarias simbólicas que hablan de imágenes monstruosas y calamidades naturales inimaginables (que hoy en día llamamos género apocalíptico). Así, cuando desfiguramos la profecía y la entendemos sólo como presagio de desastres, lo que hacemos en realidad es callar la voz del profeta, olvidar su causa e ignorar el querer de Dios por justicia e igualdad entre sus hijos. Preferimos la imagen de un Dios justiciero y castigador, que juega con el destino de los seres humanos como un titiritero, al Dios revelado en la persona de Jesús de Nazaret: un Dios que es Padre, y que por ser padre no hace más que amar y perdonar a sus hijos, que por ser padre no quiere que ninguno de sus hijos sufra, y que por ser padre nos da la libertad para ser los artífices y responsables de nuestra propia historia. Lamentablemente preferimos difundir terror esperando desgracias futuras venidas del cielo en lugar de trabajar por la paz desde el presente, esperando a ser llamados auténticos hijos de Dios (“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” Mt 5,9)

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Sobre las relaciones entre razón y fe


La razón es constitutiva de todo ser humano, es “participación de la luz de la mente divina” (G.S15); es el ejercicio dinámico de la capacidad que tenemos de percibir, comprender, reflexionar y decidir en torno a las múltiples realidades que nos rodean e interpelan (Bernard Lonergan). Por lo mismo, la fe religiosa, como respuesta humana al Dios que se revela, para que no sea simplemente una fe ciega, ingenua, mágica, supersticiosa o fanática, requiere ser pasada por el crisol de la razón, pues esta podrá determinar, en el contexto de una comunidad dialogante, los niveles de autenticidad o inautenticidad de dicha fe. De hecho, ya desde la edad media Agustín de Hipona hablaba de un intelectus fidei y siglos más tarde, Anselmo de Canterbury formulaba a la teología como fides quarens intellectum (fe que busca ser entendida). Sin embargo, la razón no se ejerce de modo indiferente; así como ha conducido al desarrollo de los grandes avances tecnológicos, culturales, intelectuales, etc, también ha sido usada para procesos inmorales de degradación, corrupción, explotación, opresión y extinción de los seres humanos y los pueblos. De ahí que una de las características de la llamada “posmodernidad” haya sido la desconfianza hacia todo aquello que se aprecie de racional (desde una óptica funcionalista) y la emergencia de perspectivas más emocionales o emotivas. En la misma teología, ya desde el renacimiento, Martín Lutero y el movimiento de la reforma, con su principio de Sola fides veían con cierta desconfianza a la razón: “La razón es la más grande meretriz del demonio. Por su esencia y por su modo de manifestarse es una prostituta” (Lutero, M., Sermón de la Trinidad, XVI, 142). Hoy en día se habla mejor de la no oposición y la mutua complementariedad y armonía entre fe y razón (Ver al respecto la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II) incluso desde el campo filosófico se ha hablado de la necesidad de una conversión de la razón hacia el paradigma sapiencial, propio de las tradiciones religiosas del cercano y mediano oriente (ver al respecto el texto de Atenas o Jerusalén de J. Habermas).

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Sobre la secularización y la expresión de la fe


La secularización es un movimiento que se consolida en la ilustración francesa (S. XVIII) y que pretende establecer la autonomía del orden religioso de frente al estado y del estado de frente al orden religioso. Esto, en principio es muy positivo porque evita la manipulación de la religión por parte de los gobiernos y la intromisión de perspectivas religiosas monológicas (es decir, de discurso cerrado) en la dinámica de los estados pluralistas y no confesionales (como el estado colombiano). De hecho, la constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II promueve la “justa autonomía de las realidades terrenas” (G.S. 36). Ahora, el problema está cuando la secularización se convierte en secularismo, es decir, en la tendencia cultural e institucional de reducir las expresiones de fe a una práctica puramente privada, desligada de cualquier vínculo social y sin posibilidad de visibilizarse públicamente, lo que atentaría contra el derecho a la libre expresión y la libertad de cultos. La fe, desde su mismo origen testimonial, es inherentemente comunitaria y, si es auténtica, exige asumir modos particulares de ser, de concebir la realidad y de actuar en consecuencia, por tanto no se podría ver reducida a una simple práctica privada donde sólo se privilegiaría una relación vertical con Dios desconociendo la horizontalidad del compromiso con la sociedad y con el cosmos.

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