En el espíritu del buen samaritano. Reflexiones en torno a la planeación pastoral

Ante la diversidad de problemáticas socio-culturales y religiosas que continuamente han emergido y han puesto en crisis el modo tradicional de evangelizar y de hacer pastoral, desde muchas iglesias locales e institutos de formación teológica ha surgido la sensata conciencia en torno a la importancia de aunar esfuerzos, propiciar espacios sinodales y planificar la gestión y la acción pastoral de modo que ésta no sea simplemente el producto de “arrebatos” o “caprichos” del pastor de turno sino que se ajuste a unos criterios comunes (el evangelio) desde un único horizonte (el Reino de Dios). Todo ello es justo, necesario y loable; sin embargo, el afán de la planeación (que, por su carácter inherente se focaliza en el futuro) no puede sustituir la urgencia de una respuesta inmediata ante las múltiples situaciones del hoy. Es verdad que, desde el paradigma del misterio de la encarnación, hay que conocer profundamente la realidad para que la respuesta a la misma sea coherente y eficaz, pero el mismo paradigma encarnacional muestra que el conocimiento de la realidad y la respuesta que exige no son dos fases subsecuentes sino simultáneas, es más, la realidad emergente tendría un mayor orden de prioridad. Así, por ejemplo, ante el hambre de una familia no puedo esperar a realizar un estudio econométrico y etnográfico sobre las causas y manifestaciones del hambre en la ciudad, es mi inmediato deber contribuir a saciar el hambre encontrada; después sí podré estudiar lo que quiera. El gran problema es que se pueden dar tendencias eclesiales ubicadas al otro extremo de la acción, que consideran que cualquier respuesta inmediata es puro paternalismo o beneficencia, que sólo los proyectos suficientemente pensados y planificados pueden producir resultados eficaces. Es, sin lugar a dudas, una forma “pseudo-evangélica” de cruzarse de brazos, cerrar los ojos, taparse los oídos y evadir la realidad. Sobre tal tendencia, quiero evocar la parábola del Buen samaritano, pero esta vez en modo caricaturesco, satírico y, de paso, “pseudo-evangélico”:

Quiero hacer justicia a un personaje “parabolesco” del cual lo poco que se ha hablado ha sido calumnioso y apresurado; es el sacerdote de la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,29-37), de quien Jesús muy probablemente se refirió en términos positivos y apreciativos, pero que la deficiente memoria lucana no llegó a captar. Esta es su historia:

«Cuando este santo sacerdote bajaba por el camino hacia la ciudad de Jericó, vio por casualidad al hombre que había caído en manos de salteadores tendido en el piso, despojado de sus bienes y medio muerto. Al verlo, sintió que era su deber, como sacerdote, ayudar a aquel caído en desgracia. Recordó que en “La Torá” se recomienda socorrer a los necesitados (Dt 15,11); pero también recordó que no podía tocar al herido porque quedaría impuro con su sangre (Lv 15,19; 17,11); – “es mejor obedecer a Dios antes que a los hombres” – pensó.

En su cabalgadura llevaba, como todo buen viajero, aceite y vino; tal vez podría vendar las heridas y aplicar un poco de estos ungüentos sobre ellas; -“¿Y qué tal que se infecte?, lo que necesita es atención especializada, yo no me preparé en el templo para esto. Puedo causarle más daño del que ya tiene.”- Se dijo a sí mismo con gran sensatez. Pensó también en montarlo en su propio caballo para llevarlo a alguna posada donde velaran por él, pero gracias a Dios se le ocurrió que el herido podía estar fracturado, moverlo de su sitio sería una absoluta calamidad. Así que le dijo al herido: -“No te preocupes, vendré a ayudarte, mientras tanto cuenta con mis oraciones”-, entonces dio un rodeo y siguió de largo.

En cuanto llegó a Jerusalén empezó a calcular la manera de ayudar al hombre del camino: primero debía hacer un plan bien estructurado y organizado que le permitiese responder eficazmente a las necesidades identificadas en el diagnóstico inicial; dicho plan debía tener, obviamente, un marco teológico, bíblico, antropológico y pastoral – nadie sensato puede hacer nada sin él -, que estuviese en consonancia con el Plan Global del Templo de Jerusalén – claro, uno no puede actuar como rueda suelta, desligado de las declaraciones del Sanedrín-. Debía hacer un análisis estructural de la situación a partir del cual pudiese encontrar las causas de hechos tan graves como el que presenció (por supuesto, de nada sirve solucionar los problemas cuando no se ha atacado las causas de los mismos). De esta manera desarrolló también un programa para que los peregrinos entre Jerusalén y Jericó estuviesen prevenidos contra los ataques de delincuentes y bandoleros. También hizo un curso de primeros auxilios para saber qué hacer en casos como el mencionado. Finalmente, cuando ya todo estaba listo, emprendió de nuevo el viaje a Jericó para socorrer al herido. Sin embargo, después de una larga y dedicada búsqueda no halló nada de él. – “Ojalá que ningún imprudente se lo haya llevado”- fue lo único que pensó.»

Qué gran ejemplo de prudencia, organización y planeación pastoral el de este sacerdote. Gracias a Dios hoy en día muchos lo tienen en cuenta y lo siguen con devoción.

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